¡Cuántas personas viven y mueren sumidas en la pobreza!
YATI vive en un país del sudeste asiático, y cada día sale de su chabola para trabajar en una fábrica de calzado cosiendo trozos de cuero y cordones. Aunque su semana laboral es de cuarenta horas y además hace noventa horas mensuales extraordinarias, gana menos de 80 dólares (E.U.A.) al mes. La empresa que la tiene contratada se presenta orgullosamente como concienzuda promotora de los derechos humanos en los países menos desarrollados. En el mundo occidental, esta empresa vende los zapatos a más de 60 dólares el par, de los cuales Yati percibe alrededor de 1,40.
Cuando Yati “sale de la fábrica limpia y dotada con luz eléctrica —dice un reportaje publicado en el periódico The Boston Globe—, apenas cuenta con lo suficiente para el alquiler de su chabola, de 3 por 3,6 metros, con paredes sucias y plagadas de gecos. Como no hay muebles, Yati y sus dos compañeras tienen que dormir acurrucadas en posición fetal sobre un suelo de barro y ladrillo”. Lamentablemente, su situación es bastante típica.
“¿Cómo se benefician más estas personas, conmigo, o sin mí? El exiguo salario les da la oportunidad de llevar una vida decente —protesta el presidente de una asociación comercial—. Quizás no naden en la abundancia, pero no se mueren de hambre.” No obstante, muchas están desnutridas, y sus hijos se acuestan a menudo con hambre. Se encaran diariamente a los riesgos implicados en sus peligrosos trabajos, y bastantes de ellas están muriéndose lentamente a causa de los venenos y los residuos tóxicos que manejan. ¿Es eso una “vida decente”?
Hari, peón agrícola del sur de Asia, opinaba que no. Él describió con elocuencia poética el trágico ciclo de vida y muerte que veía a su alrededor. “Entre el mortero y el mazo —dijo—, el chile no puede durar. Los pobres somos como chiles: se nos machaca año tras año, y pronto no quedará de nosotros ni el recuerdo.” Hari jamás vio aquella “vida decente” ni tuvo la más remota idea de la abundancia en la que probablemente nadaban sus patronos. Murió a los pocos días, sumido, como tantos otros, en la pobreza.
Mucha gente vive y muere igual que Hari. Consumiéndose en la miseria, demasiado débiles para oponer resistencia a los que los están desangrando. ¿Quiénes los desangran? ¿Quién haría algo semejante? Parecen muy benévolos. Les dicen que quieren dar comida a sus hijos, ayudarlos con sus cosechas, mejorar su vida, hacerlos ricos. En realidad, lo que quieren es enriquecerse ellos. Ven la oportunidad de vender productos y obtener beneficios. Si las consecuencias de su codicia son niños desnutridos, trabajadores intoxicados y un ambiente contaminado, da igual. Es el precio que las empresas están dispuestas a pagar para satisfacer su codicia. Por tanto, cuanto más aumentan las ganancias, más aumentan también las desgarradoras cifras de víctimas.
[Reconocimiento en la página 3]
U.N. Photo 156200/John Isaac