Punto de viraje en una carrera sacerdotal
Según relatado al corresponsal de “¡Despertad!” en Venezuela
DESPUÉS de pasar dos años en la Legión de María y siete años en un seminario preparándome para el sacerdocio, me encaré a una decisión vital. ¿Continuaría los restantes tres años para llegar a ser un sacerdote católico romano completo, o renunciaría a todo ello? Las circunstancias habían llegado al punto que yo tenía que tomar una decisión clara. ¿Cuál sería?
Esto no quería decir que yo le hubiera perdido el amor a Dios. Todavía estaba muy vivamente interesado en las cuestiones religiosas. No era que hubiera fracasado en mis estudios. Más bien, había logrado excelente progreso. Con otros que estaban en las clases superiores del seminario tenía mi turno para leer la Misa y dirigir la música.
Cuando estaba en casa de vacaciones a veces me escogían para sustituir al subdiácono de nuestra parroquia local. Esto envolvía el leer una porción de una de las Epístolas, pasar el pan y el vino de la mesa a las manos del diácono, y cambiar el misal o libro de orden de oraciones en la Misa para cada día del año. Mis conocidos se enorgullecían de ver a un joven de entre ellos subir al altar y servir de subdiácono. En cierta ocasión cuando serví en esa capacidad sucedió que era la inauguración de una capillita que se acababa de edificar. Realmente estaba progresando hacia mi meta de llegar a ser sacerdote.
Interés temprano en la religión
Recuerdo que siempre había tenido disposición a lo religioso. Mi familia era nominalmente de la religión católica romana, pero no eran muy religiosos. Sin embargo, yo iba a diario a la iglesia, donde tuve el privilegio de estudiar el catecismo con un grupo de jovencitos. Al transcurrir el tiempo decidí matricularme en la Legión de María, una organización que funciona dentro de la iglesia. Con esta organización trabajaba en enseñar a otros jóvenes acerca de la Virgen María, con el propósito de esparcir la adoración de María.
Así pasaron dos años, y durante ese tiempo me familiaricé cabalmente con las doctrinas de la Legión. Entonces el sacerdote local me abordó en cuanto a entrar en un seminario. “¿No te gustaría llegar a ser sacerdote?” me preguntaba. “¿Has pensado en entrar en un seminario? ¿No te gustaría llegar a ser seguidor de Cristo?”
Por supuesto me gustaba la idea de algún día llegar a ser sacerdote, pero no podía darle una respuesta inmediata. Había que considerar algunos asuntos. Por ejemplo, había la cuota de ingreso de 550 dólares al año por cuarto y comida, así como libros para el primer año que significarían un gasto adicional de unos 155 dólares. ¿De dónde vendría el dinero? Además, mis padres de ninguna manera estaban a favor de que yo entrara en el sacerdocio.
El sacerdote insistía. Ofreció ayuda en forma de una beca, de modo que la mayor parte del gasto se me pagaría. También la oposición de mis padres fue vencida con un texto bíblico que a menudo citan los sacerdotes: “Nadie hay que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos, o heredades por amor de mí y del Evangelio, que ahora mismo en este siglo . . . no reciba el cien doblado por equivalente.” (Mar. 10:29, 30, Versión católica Torres Amat) Después de considerar el asunto por un año, resolví aceptar, y se hicieron arreglos para que yo entrara en el seminario.
Educación del seminario
Parecía que ahora se realizarían mis esperanzas más acariciadas. ¿No habría de esperarse que la vida del seminario me acercara más a Dios, contestara todas mis preguntas anhelantes acerca de la vida y del futuro? Pero con el transcurso del tiempo vino la desilusión. No estaba recibiendo lo que había esperado. Además, algunos de los muchachos tenían hábitos intolerables, prácticas que eran una fuente de preocupación para mí.
Cada día seguía un modelo. Al levantarnos a las 6 de la mañana, lo primero que hacíamos era persignarnos, repetir el “Ave María,” y entonces ir a Misa. Seguía el período de meditación, en el cual por lo general se incluía una consideración del Segundo Concilio del Vaticano. Entonces repasábamos nuestros estudios del salón de clases. Después de desayunar empleábamos hora y media limpiando el corredor y regando las plantas. Las comidas las tomábamos en silencio, puesto que teníamos que escuchar lecturas selectas.
Pero las cinco horas diarias de estudio en el salón de clases no resultaban para mí satisfactorias. Había poca ayuda para entender la voluntad de Dios. La mayoría de las clases pudieran haberse tomado en cualquier otra escuela... latín, español, arte, música, filosofía, biología, historia. Solo cuatro horas a la semana se dedicaban a la enseñanza de la doctrina eclesiástica de la iglesia.
Es verdad que se utilizaba la Biblia para la lectura de los Evangelios y las Epístolas durante la Misa. Pero no se daba ninguna explicación, no se hacía ninguna aplicación de sus lecciones sobre la moralidad para detener las prácticas malas de algunos de los muchachos.
Mi hermana, testigo de Jehová, solía escribir a menudo y explicar cosas acerca de la Biblia, pero yo rara vez recibía sus cartas. Las interceptaba el sacerdote principal. Durante las vacaciones mi hermana trataba de explicarme las cosas con la Biblia, pero yo trataba a la ligera los esfuerzos de ella. Además, sus explicaciones discrepaban de la enseñanza de la iglesia.
La Biblia habla
En los seminarios es común tener media hora diaria apartada para lectura “espiritual,” es decir, de cualquier libro que narre la vida de un “santo.” Una noche en particular no tenía ningún libro de éstos a la mano, de modo que tuve que recurrir a mi edición de bolsillo de la Versión Nácar-Colunga de la Biblia. No sabiendo dónde comenzar, abrí la Biblia al azar y comencé a leer en Éxodo, capítulo 19. Todo fue bien hasta que llegué al Éxo. capítulo 20, versículos cuatro y cinco.
¡Qué sorpresa hallar en la Palabra de Dios un texto que condenaba la hechura y adoración de imágenes! ¡Apenas podía creer a mis ojos! Siempre había considerado la Biblia sagrada. Cerré la Biblia y reflexioné. “¿Cómo es posible?” pensé para mí mismo. “¿Me han estado engañando todo este tiempo?” Entonces pensé... “No debo estar pensando así de la enseñanza de nuestra iglesia, porque podría ir al fuego del infierno.”
De nuevo abrí la Biblia para terminar mi media hora de lectura, y esta vez se abrió en Isaías, capítulo 40. Para el fin del tiempo asignado había llegado a Isaías 42:8, donde dice: “Soy yo, Yavé [Jehová] es mi nombre, que no doy mi gloria a ningún otro, ni a los ídolos el honor que me es debido.” Una vez más comprendí con una sacudida que la Biblia me estaba hablando directamente y enfatizando que a Dios no le agrada la adoración de imágenes. ¡Qué confuso me sentí! ¿Pudiera ser que mi religión estuviese en la senda incorrecta? Precisamente entonces la campana indicó que era hora de acostarnos.
Buscando ayuda
Pasé la noche en desvelo. A la mañana siguiente fui directamente al obispo. Le pedí que explicara Éxodo 20:4. Su respuesta fue que era parte de la Ley mosaica, que fue abolida por Cristo. Entonces indiqué que los Diez Mandamientos, que son parte de esa ley, se enseñan a los cristianos en sus catecismos. “¿Cómo puede usted explicar que una parte fuera abolida y la otra no?” pregunté. Sugirió que una parte se dejó para provecho de los cristianos. “No puede ser posible,” insistí, “porque si Cristo vino a abolir la ley, tiene que ser toda la ley.” Me envió al director espiritual cuyo trabajo es ayudar a los muchachos en sus problemas espirituales.
Sus esfuerzos por satisfacer mis preguntas se basaron en misterios y filosofía. Comprendiendo muy pronto que jamás podría obtener aquí la verdad, decidí abandonar el seminario. Muchos fueron los argumentos que me presentaron para convencerme de que debía quedarme: “Debes quedarte para no perjudicar a tus compañeros. Tú sabes que estás en una de las clases superiores y ellos notan eso.” Esto y mucho más. Pero yo estaba firmemente resuelto. “Puedes irte,” dijo él al fin, “pero no puedes llevarte nada de aquí, y tienes que aguardar tres días.” Más tarde supe que ese tiempo se usó para hacer arreglos para un paseo para los muchachos, de modo que no estuvieran allí cuando yo saliera del seminario.
Hallando la verdad
Salí sin una sola cosa, ni siquiera lo que era mío, confuso y desconcertado. Cuando mi hermana se enteró de lo que había sucedido, me dio el libro La verdad que lleva a vida eterna y me aconsejó que lo leyera cuidadosamente, comparando sus páginas con la Biblia. Pronto estuve recibiendo enseñanza en un estudio bíblico con regularidad, y yo insistí en que el estudio se celebrara tres o cuatro veces a la semana. Dos meses después simbolicé mi dedicación a Jehová Dios, por bautismo en agua.
Inmediatamente me dirigí al seminario con mi maletín lleno de ejemplares de un número en particular de la revista ¡Despertad! que contenía una “Carta abierta a los católicos sinceros.” El sacerdote trató de impedir que yo entrara, pero su propósito fue frustrado porque los muchachos siguieron saliendo para saludarme. Les di el testimonio y dejé muchos ejemplares de la revista. ¿Qué resultó de esto? Veintidós de los muchachos decidieron salir de allí. Seis de ellos concordaron en tener un curso de estudio con el libro La verdad que lleva a vida eterna. De hecho, uno de ellos asistió a la más reciente asamblea de distrito de los testigos de Jehová en Caracas.
Ahora la gente se sorprende cuando llamo a su puerta, no como estudiante del sacerdocio de la Iglesia Católica, sino como un privilegiado testigo de Jehová. ¡Cuánto me alegro de que Jehová me hablara mediante su Palabra y me dirigera a su organización!