¡Cuán imponente es ese pequeño cerebro!
DESDE que empieza a formarse, el cerebro es algo imponente. Tres semanas después de la concepción el cerebro tiene unas ciento veinticinco mil células, y a partir de entonces aumenta a un ritmo de unas doscientas cincuenta mil células por minuto. Este aumento vertiginoso continúa hasta el nacimiento, cuando el cerebro de la criatura alcanza los cien mil millones de células... ¡casi tantas como estrellas hay en la Vía Láctea!
Pero el cerebro empieza a funcionar en la matriz meses antes del nacimiento. Registra lo que percibe desde el medio fluido en el que se encuentra: oye, gusta, es sensible a la luz, reacciona al tacto, aprende y recuerda. Las emociones de la madre pueden afectarlo. Las palabras tiernas o la música suave lo tranquilizan. El habla enojada o la música estridente lo inquietan. Los rítmicos latidos del corazón de la madre lo sosiegan. Pero si el temor acelera las palpitaciones de la madre, al poco tiempo el corazón del feto late dos veces más deprisa. Una madre angustiada transmite su ansiedad a la criatura que lleva en el vientre. Una madre tranquila suele tener un niño tranquilo. La alegría de la madre puede hacer que el niño que lleva dentro salte de alegría. Estas y otras muchas sensaciones mantienen ocupado el cerebro de la criatura. Aun dentro de la matriz, el cerebro es algo imponente.
¿Se van formando más neuronas después del nacimiento? Según las últimas investigaciones, parece ser que no. Sin embargo, no hay duda de que las neuronas continúan aumentando mucho de tamaño y formando billones de nuevas conexiones entre sí. Al nacer, el cerebro del niño solo tiene una cuarta parte del tamaño del de un adulto, pero tan solo en el primer año triplica su tamaño original. Años antes de la adolescencia alcanza 1,4 Kg. (3 libras) de peso, igual que el cerebro de un adulto. Pero eso no significa que tenga todo el conocimiento de un adulto. El conocimiento no se determina por el peso del cerebro ni por su cantidad de células. Más bien parece ser que se relaciona con la cantidad de conexiones, llamadas sinapsis, que se van formando entre las neuronas del cerebro.
La cantidad es verdaderamente abrumadora e imponente. Con el tiempo se pueden formar mil billones de conexiones, lo cual equivale a ¡un uno seguido de 15 ceros! Aunque eso solo sucede si el cerebro ha sido estimulado con datos procedentes de los cinco o más sentidos. El ambiente en el que se mueve la persona debe incitar tanto la actividad mental como la emocional, pues eso es lo que hace que la intrincada red de dendritas crezca. Las dendritas son los pequeños filamentos que se ramifican de las neuronas para conectar con otras neuronas.
Al formarse estas conexiones también influye el factor tiempo: durante la juventud se forman mucho más deprisa que durante la vejez. El dicho: “Loro viejo no aprende a hablar” no es cierto. Lo que sí es cierto es que es más difícil enseñar a hablar a un loro viejo. Durante la edad avanzada, las conexiones entre neuronas se forman más despacio y se desvanecen más deprisa. Para que se formen se necesita lo mismo que en el caso de un niño: un ambiente estimulante y enriquecedor. La mente tiene que mantenerse activa. No hay que resignarse a una aburrida rutina mental. No hay que jubilar la mente.
Pero lo más imponente es el crecimiento que experimenta el cerebro de un niño de tierna edad. Es como una esponja que absorbe todo lo que le rodea. Una criatura recién nacida aprende un idioma complejo en tan solo dos años, simplemente de oírlo. Si oye dos idiomas, aprende los dos idiomas. Si son tres los que se hablan a su alrededor, aprende los tres. Un hombre enseñó a sus hijos desde su tierna infancia cinco idiomas al mismo tiempo: japonés, italiano, alemán, francés e inglés. Una mujer crió a su hija donde se hablaban varios idiomas, y para cuando la niña tenía cinco años ya podía hablar con afluencia ocho idiomas. A los adultos normalmente les resulta difícil aprender idiomas, pero para los niños es un proceso natural.
El lenguaje es solo un ejemplo de las habilidades programadas genéticamente en el cerebro de la criatura. Las habilidades musicales y artísticas, la coordinación muscular, la necesidad de que las cosas tengan un significado y un propósito, la facultad de la conciencia y los valores morales, el altruismo y el amor, la fe y el impulso de adorar... todo esto depende de sistemas especializados que hay en el cerebro. (Véase Hechos 17:27.) En otras palabras, hay unas redes de neuronas establecidas genéticamente que han sido especialmente programadas de antemano para hacer posible el desarrollo de habilidades como las que se han mencionado y otras.
Sin embargo, hay que comprender que cuando uno nace esas habilidades simplemente están latentes; tan solo existe la capacidad, la predisposición a desarrollarlas. Para que florezcan tiene que haber un incentivo exterior. Hay que poner en contacto al niño con las experiencias, el ambiente y los estudios necesarios para que todo lo que está latente en él llegue a convertirse en realidades. Y también existe un horario conveniente para que esos incentivos exteriores sean realmente eficaces, especialmente en el caso de los niños de tierna edad.
Pero cuando el ambiente es bueno y el estímulo se aporta al tiempo oportuno, pueden suceder cosas sorprendentes. El niño no solo puede aprender idiomas, sino también a tocar instrumentos musicales; es posible fomentar sus habilidades atléticas, educar su conciencia, lograr que responda al amor y colocar la base para la adoración verdadera. Se puede lograr todo esto y muchísimo más cuando los padres siembran buenas semillas en el cerebro del niño y luego las riegan con amor.