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¡Despertad! 1987
g87 22/8 págs. 11-15

Sacrificios que resultan en ricas recompensas

“Lynette, cariño mío:

”He querido dejarte esta nota para darte las gracias por haber sido conmigo una hija tan dulce y amorosa. Cariño, será difícil para ti no tener una madre, pero otros te ayudarán, y tu papá te cuidará muy bien. Ayuda a tus hermanitas —sé que lo harás—, ya que ellas dependerán cada vez más de ti. Quiero darte las gracias, amor mío, por todo lo que has hecho por mí y por haber sido una niña tan encantadora y obediente, pues nunca me has dado ninguna preocupación. Le pido a Jehová que me tenga presente y que podamos reunirnos todos en el nuevo mundo.

”Con todo mi amor, de tu mamá, que te ama.”

CUANDO en enero de 1963 mi madre murió de cáncer, yo solo tenía trece años. Unos tres meses antes de su muerte, ella nos informó a mis hermanas menores y a mí que iba a morir. Cuánto agradecí que no lo mantuviese en secreto y bondadosamente nos explicara su situación, tomando medidas a fin de prepararnos para los cambios que habrían de venir.

Aunque mi madre estaba postrada en cama, me enseñó a cocinar, y yo preparaba todas las comidas bajo su dirección. También me enseñó a coser a máquina, a cortarle el pelo a la familia, a prepararles el almuerzo a los que iban a la escuela y a hacer otras muchas tareas domésticas. Me explicó que al faltar ella, yo tendría que sacrificarme para ayudar a mis hermanas más jóvenes.

Recuerdo que me maravillaba ver lo sosegada que era mi madre. Hoy sé que su sosiego obedecía a su firme confianza en la promesa de la resurrección. Unos días después de su muerte, papá nos entregó a cada una de nosotras una carta que mamá nos había escrito poco antes de morir. La mía es la que aparece aquí citada en parte. Pueden imaginarse cuánto lloré al leerla; pero, a pesar de mi tierna edad, me fortaleció espiritualmente. Solo unos meses más tarde, hice mi dedicación a Jehová, y fui bautizada en agosto de 1963.

El desarrollo de mi fe

Mis padres llegaron a ser testigos de Jehová en 1956, un año después de habernos trasladado de una pequeña granja lechera a Sydney (Australia). Lamentablemente, yo había desarrollado una actitud escéptica, casi atea, debido a la manera en que se nos explicaba la historia sagrada en la escuela dominical. En mi mente, había clasificado a los personajes bíblicos junto a los cuentos de hadas y otras fábulas que yo sabía que no eran verídicas. Hasta había llegado a considerar a Dios un personaje mítico más. Sin embargo, la sinceridad de los testigos de Jehová me empezó a cautivar, y comencé a pensar que si ellos y mi madre creían en Dios y en la Biblia, tenía que ser por algo.

Cuando tenía once años, se empezó a estudiar en la congregación el libro “Hágase tu voluntad en la Tierra”, en el que se da una explicación versículo por versículo de porciones del libro bíblico de Daniel. Estas profecías y la pormenorizada manera en que se cumplieron verdaderamente me impresionaron. Otras reuniones de congregación trataron acerca de la armonía que existe entre la Biblia y la ciencia verdadera. Algunas de mis dudas comenzaron a desvanecerse, y gradualmente desarrollé una verdadera fe en Dios.

Sacrificios de una clase diferente

Tal como mi madre me había dicho, asumir responsabilidades de familia y ayudar a dos hermanas menores no siempre fue una tarea fácil. Perdí algo de mi propia juventud. Sin embargo, se desarrolló entre nosotras tres una relación estrecha poco común, lo que junto a la íntima confianza que mi padre demostró tener en mí compensó sobradamente esa pérdida. No obstante, todavía había sacrificios de otra índole por venir.

Durante mis años escolares, yo había desarrollado un gran interés por la música y el arte dramático. Nuestra familia tenía el don de la música. De pequeñas, tocábamos el piano, cantábamos, bailábamos y celebrábamos conciertos hasta quedar exhaustas. Desde que tenía siete años, me habían asignado papeles importantes en representaciones escolares. Los maestros me animaban a que me matriculara en una escuela de arte dramático. Sin embargo, recordaba la letra de un cántico que solíamos cantar en nuestras reuniones de congregación: “Traigamos [...] dones y talentos al servirle a Él”. De modo que, aunque no me fue fácil, rechacé sus invitaciones.

Además, también me gustaba estudiar, por lo que recibía calificaciones altas. No obstante, cuando opté por no ir a la universidad y decidí dedicar todo mi tiempo a la obra de predicar, me llevaron ante el encargado de la orientación vocacional. “Pero es como echarlo todo a perder”, dijo, mientras intentaba persuadirme a que emprendiera la carrera de Medicina. Pero nunca me he arrepentido de mi decisión.

Después de abandonar la escuela, trabajé durante año y medio en una sección de ordenadores de reciente creación en un departamento estatal. Cuando presenté mi carta de despido, se me ofreció el doble de mi salario y una posición directiva en el departamento. Fue una oferta tentadora, especialmente a mis diecisiete años. No obstante, me apegué a mi meta, y el 1 de junio de 1966 comencé el servicio de tiempo completo como precursora regular.

Nuevas asignaciones

Cuando en abril del siguiente año fui nombrada precursora especial, me regocijó grandemente ser asignada a mi propia congregación, en Sydney. Esto me permitió estar con mis hermanas por un poco más de tiempo. Estaba muy agradecida, pues yo deseaba permanecer con o cerca de mi familia hasta que mis hermanas se casaran y se establecieran.

En 1969 fui asignada a la congregación cercana de Peakhurst junto con Enid Bennett, quien habría de ser mi compañera en el servicio de precursor especial durante los siguientes siete años. Dos años más tarde, mi padre se mudó para servir de anciano en un lugar donde había necesidad: el pequeño y pintoresco pueblo de Tumut, a alguna distancia al sudoeste de Sydney. En un gesto de consideración, la Sociedad también nos asignó a Enid y a mí al mismo lugar. Por esas fechas, la más pequeña de mis hermanas, Beverly, comenzó el servicio de precursor y se unió a nosotros.

Una tristeza peor que la muerte

Fue en ese tiempo cuando se produjo el acontecimiento más triste de mi vida. Mi hermana Margaret y su novio fueron expulsados de la congregación cristiana. Esta fue una época angustiosa, pues la estrecha relación poco común que había tenido con Margaret desde la muerte de nuestra madre se había roto. Sabía que mi madre estaba en la memoria de Jehová, no podía estar en un lugar más seguro. Pero mi hermana —al menos por el momento— había perdido Su aprobación. Tuve que suplicarle a Jehová solícitamente para sobreponerme a mi abatimiento de modo que pudiese servirle con gozo, y Él contestó mis oraciones.

Separarnos totalmente de toda asociación con Margaret puso a prueba nuestra lealtad a las disposiciones de Jehová. Le dio a nuestra familia la oportunidad de demostrar que estábamos realmente convencidos de que el modo de Jehová de disponer las cosas es el mejor. Para nuestro gozo, casi dos años después, Margaret y su esposo fueron restablecidos a la congregación. Poco imaginábamos el poderoso efecto que había tenido en ellos nuestra firme determinación, como Margaret me dijo más tarde:

“Si tú, papá o Bev hubieseis dado poca importancia a nuestra expulsión, estoy segura de que yo no hubiese dado pasos tan pronto para nuestro restablecimiento. El estar totalmente apartados de personas amadas y de una relación estrecha con la congregación creó en nosotros un fuerte deseo de arrepentirnos. Al verme sola, pude darme cuenta de cuán equivocado había sido mi proceder y cuán grave es darle la espalda a Jehová.”

De nuevo gozábamos de la bendición de tener a toda la familia unida en el servicio a Jehová. ¡Cuán agradecidos nos sentíamos por la felicidad de la que disfrutábamos como resultado de habernos apegado lealmente a los principios bíblicos!

Matrimonio y servicio viajero

Más adelante conocí a Alan, un precursor y anciano cristiano. Nos casamos en noviembre de 1975, seis meses después del matrimonio de mi hermana Beverley. En enero de 1978, después de haber servido durante dos años de precursores, nos invitaron a participar en el servicio viajero, visitando una congregación diferente cada semana con el fin de fortalecerlas espiritualmente. Nuestras asignaciones han sido variadas: desde los pueblos rurales de Queensland, donde el ritmo de vida es tranquilo, hasta Melbourne y Sydney, ciudades cosmopolitas de mucho movimiento.

Para mí, fue todo un desafío vivir con lo que me cabía en las maletas y tener que quedarme en diferentes hogares cada semana. Pero entonces reflexioné: “Debería estar contenta con tener maletas y posesiones con las que llenarlas. Muchas personas ni siquiera tienen esto”. Tampoco me ha resultado fácil tener que prescindir de la compañía de mi esposo durante las noches, mientras él se encargaba de atender sus responsabilidades de congregación. Sin embargo, me decía a mí misma que, al fin y al cabo, muchas mujeres tampoco disfrutaban de la compañía de sus esposos, y, en la mayoría de los casos, no se debía a que estuviesen ocupados en la noble obra del Señor.

Sin embargo, la situación más difícil de vencer ha sido mi deficiente salud. Desde pequeña he sufrido de continuos dolores de garganta, afecciones musculares y en las articulaciones, problemas bronquiales y una sensación general de debilidad física. Médicos y naturópatas no pudieron localizar la causa de este problema.

A medida que iban pasando los años, estos síntomas se agravaban y venían acompañados de constantes dolores de espalda y de nuca, de enfriamientos, cansancio excesivo, erupciones, inflamaciones glandulares, náuseas continuas y cistitis recurrente. Comencé a pensar que esos achaques eran una parte normal de la vida a la que uno tiene que hacer frente, de modo que no les di importancia.

Uno de esos síntomas apareció poco después de que aceptáramos nuestra primera asignación en el circuito. Cada vez que caminaba por más de una hora, tenía un flujo de sangre, que persistía hasta que me sentaba. Como nuestro horario de servicio requería unas tres horas de andar cada mañana en la predicación de casa en casa, me preguntaba cómo podría sobrellevarlo. Oré a Dios sobre este problema. ¿Con qué resultado?

Cada mañana, durante tres meses consecutivos, fui invitada en la predicación a entrar en alguna casa y sentarme. Cuando el problema desapareció, ¡también terminaron las invitaciones! Como los australianos no acostumbran a invitar a extraños a entrar en su casa, creo que debió tratarse de algo más que una mera coincidencia.

Mi salud empeora

Cuando tenía algo más de treinta años y llevaba varios años en el servicio viajero, mi salud se había deteriorado aún más. Me tomaba unas dos semanas recuperarme de unos días de estancia en una asamblea. Tan solo el tener que acostarme tarde una noche me afectaba por varias semanas. Predicar durante una mañana se me hacía una montaña. A las diez de la mañana, ya estaba exhausta. A las once, me encontraba interiormente débil y sentía como una nebulosa mental. Hacia el mediodía, estaba loca por acostarme. Pero aún me quedaba hacer frente a la tarde. Otras personas parecían sobreponerse cómodamente y tener energías para actividad adicional. ¿Por qué no yo?

Adelgacé hasta llegar a pesar 43 kilogramos (93 libras), y si no estaba en cama con la gripe, tenía la sensación constante de tener los síntomas. No podía pasar una noche sin despertarme veinte o más veces debido a problemas con la vejiga. ¡Deseaba dormirme y no despertarme más! Muchas veces rogué en oración: “Por favor, Jehová, sé que no merezco nada, pero solo deseo estar saludable para servirte. ¿Me ayudarás a encontrar la causa de mi problema? De no ser así, ayúdame a perseverar”.

Estaba determinada a no abandonar el servicio de tiempo completo fácilmente. De modo que le pedí a Jehová ayuda específica: primero, para que pudiésemos conseguir una casa remolque, pues yo sentía la imperiosa necesidad de disponer de alojamiento propio. No mencioné mi petición a Alan, pero precisamente a la siguiente reunión, se nos acercó un hermano y nos ofreció su casa remolque. Mi siguiente petición fue que se nos asignase a un lugar más fresco, y, poco después, este ruego también fue contestado cuando se nos envió a Sydney.

Y, no lo creerán, pero a los dos meses de nuestra llegada a Sydney, me dieron un libro en el que se describían síntomas que parecían ser exactamente como los míos. Sorprendentemente, el libro había sido escrito por un médico que ejercía en el territorio de nuestro circuito. Después de muchas pruebas, supe que tenía hipoglucemia y que era alérgica a muchas cosas: al moho, la levadura, ciertos olores químicos, gatos, perros y muchos alimentos.

Transcurrieron ocho tediosos meses bajo el cuidado de este doctor a fin de rastrear las alergias causadas por alimentos, hasta que los síntomas desaparecieron. Es difícil describir el efecto que esto tuvo en mi salud y en todo mi modo de ver la vida. El ministerio y las reuniones de congregación volvieron a ser de nuevo un verdadero placer. Sentí como si hubiese “resucitado” después de casi estar muerta. Recuperé mi peso, y quienes no me habían visto por algún tiempo estaban admirados de la transformación.

Ricas recompensas

¡Cuán rápidamente han pasado veinticuatro años desde la muerte de mi madre! ¡Qué agradecida me siento de haber dedicado veintiuno de esos años al servicio de tiempo completo! Es cierto que ha habido dificultades, pero si no las hubiese tenido, puede que no hubiese desarrollado el mismo grado de aprecio que tengo por el amor de Jehová.

Al reflexionar sobre estas cosas, cualquier sacrificio que he tenido que hacer parece insignificante en comparación con las recompensas que ya he recibido. Entre estas está la valiosa relación que disfruto con tantos amorosos hermanos y, en especial, con mi propia familia. Sirva de ilustración lo que mi hermana Margaret me escribió poco después de que Alan y yo empezáramos el servicio viajero:

“Muchas gracias por ser como eres. No creo que te lo haya dicho antes, y siento que haya sido así, pero gracias por haber hecho cuanto estuvo a tu alcance para sacarnos adelante a Bev y a mí, y por haber tomado el lugar de mamá. Ahora puedo darme cuenta de que se requirió mucho amor y esfuerzo, así como abnegación, de tu parte. He pensado a menudo en aquellos años y he orado para que se te bendijese. Sé que has sido bendecida.”

Además, cuento con las futuras bendiciones... en particular la preciosa perspectiva de la resurrección de nuestros amados que duermen en la muerte. Sí, aún se me escapan unas lágrimas cuando releo la carta de despedida de mi madre. Mi oración también es como la de ella: ‘Que Jehová la tenga presente y que podamos reunirnos todos en el nuevo mundo’. (Narrado por Lynette Sigg.)

[Comentario en la página 13]

“Sabía que mi madre estaba en la memoria de Jehová, no podía estar en un lugar más seguro.”

[Fotografía en la página 12]

De izquierda a derecha: Lynette, Margaret y Beverly, tres años antes de la muerte de su madre

[Fotografía en la página 15]

Lynette y su esposo, Alan, desempeñan su ministerio en Australia

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