Una vida útil a pesar del aislamiento
NACÍ en enero de 1927 en Málaga (España), la sexta de una familia católica pobre de siete hijos. De 1936 a 1939, mientras la guerra civil española asolaba el país, nosotros procurábamos escapar de las bombas y solo disponíamos de alimentos racionados. A pesar de todo, yo era una niña feliz que disfrutaba de cantar y estar con otras personas.
Sin embargo, había una cosa que me aterrorizaba: la perspectiva de arder en el fuego del infierno. Para dominar ese miedo, ingresé en un convento a los 12 años. Allí barría la escalera de mármol, rezaba y volvía a barrer; hice lo mismo durante casi tres años, pero aún sentía que me faltaba algo, de modo que en 1941 me alegré de marcharme.
Unos años después me hice amiga de una cantante que pensaba que yo podría ganar dinero con mi voz, por lo que me animó a tomar lecciones de piano y de canto. En 1945, cuando terminó la II Guerra Mundial, me trasladé a Marruecos, donde comencé mis actuaciones en cabarets de Casablanca y Tánger. Era una vida emocionante para una adolescente. No obstante, después de cada función iba a la iglesia a suplicar a la Virgen María que me perdonase, con la esperanza de salvarme del infierno de fuego.
Después de trabajar en cabarets durante nueve años, conocí a un americano llamado Jack Abernathy, que se encontraba entonces en Marruecos trabajando para una constructora norteamericana. Nos casamos aquel año y abandoné las actuaciones. Poco después nos trasladamos a Sevilla (España), donde vivimos hasta 1960. Entonces nos fuimos a Lodi (California, E.U.A.), una mudanza que condujo a que se produjera otro cambio en mi vida.
Conozco a Jehová
En 1961 dos mujeres testigos de Jehová llamaron a nuestra puerta y nos dejaron las revistas La Atalaya y ¡Despertad! Más tarde se ofrecieron a estudiar la Biblia conmigo, y acepté. Así llegué a conocer al Dios verdadero, Jehová, que es nuestro amoroso Padre celestial. (Salmo 83:18.) Además, fue un gran alivio aprender que no hay un infierno ardiente, sino que tenemos la perspectiva de vivir para siempre en un paraíso en la Tierra. (Salmo 37:9-11, 29; Revelación 21:3, 4.)
Mi hermana menor, Paquita, que vivía cerca de nosotros, también comenzó a estudiar. Antes yo fumaba, me gustaba ir a fiestas y tenía un genio terrible, pero cambié, y el 17 de octubre de 1962, Paquita y yo nos bautizamos en Sacramento (California), simbolizando de esta forma nuestra dedicación al servicio a Jehová.
Hasta Tailandia, pasando por España
Poco tiempo después, la compañía de construcción para la que trabajaba mi esposo lo trasladó a Tailandia, y fui a reunirme con él. De camino visité España y compartí mis creencias con otros familiares. Mi cuñada Pura respondió bien y se hizo Testigo.
En aquel tiempo, la obra de los testigos de Jehová estaba proscrita en España. Aun así, asistimos a una reunión secreta en una habitación pequeña, con una mesa y sin sillas. Los veinte asistentes permanecimos de pie. ¡Qué diferencia había entre esta reunión y las que celebrábamos en California! Ver a los míos arriesgar su libertad para reunirse me convenció de la importancia de las reuniones cristianas, una lección oportuna justo antes de llegar a Bangkok (Tailandia).
El mismo día que llegamos a Bangkok, Jack me dijo: “Si alguna vez te encuentro predicando, te dejaré”. Al día siguiente se marchó a dirigir un trabajo de construcción en una zona rural, así que me quedé sola en el bullicioso Bangkok, con la única compañía de una sirvienta con la que no podía comunicarme. Me mantuve activa estudiando mis publicaciones bíblicas una y otra vez.
Un día de septiembre de 1963, observé al regresar a casa que había un par de zapatos extraños en el umbral de mi puerta. Una señora con el pelo rubio y ondulado me estaba esperando. “¿En qué puedo ayudarla?”, le pregunté.
“Represento a la Sociedad Watch Tower”, contestó.
Me puse a dar saltos de alegría, la abracé y la besé. Eva Hiebert era una misionera de Canadá. Desde aquel día fue a mi casa de forma regular, tomando dos o tres autobuses para llegar. Yo tenía miedo de subir a los autobuses, pues la gente se hacinaba en ellos como sardinas en lata, pero no había otra forma de viajar. Eva me dijo: “Nunca servirás a Jehová si no te subes a esos autobuses”. Así que ensayamos cómo hacerlo para ir a las reuniones.
No me decidía a predicar debido a que no conocía bien el idioma. Me sujetaba de la mano de Eva, de su cesta, de su vestido. “No puedes servir a Jehová de esta forma”, me decía.
“Pero no sé hablar el idioma”, protestaba yo.
Eva me dio diez revistas y se marchó, dejándome en medio del mercado. Tímidamente me acerqué a una mujer china, le mostré las revistas y las aceptó.
“Eva, coloqué las diez revistas”, le dije después radiante de gozo. Ella me contestó: “A Jehová le gustan las personas como tú. Solo tienes que seguir así”. Lo hice, aprendí a intercambiar saludos en tailandés y a sentarme en el suelo según la costumbre local. También aprendí a ir a lugares diferentes. ¿Y cuál fue la reacción de mi esposo? Un día en que Jack, que había suavizado mucho su postura respecto a mis creencias, tenía visitantes, les dijo: “Vayan con Pepita. Conoce bien la zona porque sale a predicar”.
En Australia
La enseñanza amorosa pero firme de Eva me preparó para seguir activa en el servicio a Jehová durante la siguiente asignación de trabajo de mi esposo, en el noroeste de Australia. Llegamos allí a mediados de 1965, y me establecí en un campamento de trabajo en medio del desierto, donde la compañía de Jack estaba colocando vías de ferrocarril. Nos enviaban la comida por avión, y el clima era tórrido, más de 43 °C. Había veintiún familias norteamericanas en el campamento, así que comencé a hablar con ellas acerca del mensaje del Reino. Después, a medida que avanzaba el trabajo en las vías del tren, nos adentramos más en el desierto, con lo que se acentuó el aislamiento.
Con anterioridad había escrito a la sucursal de los testigos de Jehová en Australia, y me alegré muchísimo de recibir una carta que decía: “Nuestro sincero amor y saludos [...]. Pensaremos en usted y oraremos a favor suyo en los próximos meses”. Durante los años en que viajé con mi esposo a sus destinos de trabajo en diferentes lugares de la Tierra, cartas como esta procedentes de la organización de Jehová me animaron mucho. Leerlas me ayudó a salir adelante durante períodos de soledad y me estimuló a continuar la obra de predicar pese a que a menudo estaba aislada de otros Testigos.
La sucursal de Australia dispuso que un matrimonio de Testigos me visitara en el campamento durante una semana. En nuestro ministerio hablamos con una mujer interesada en la verdad que vivía muy lejos, así que dos veces a la semana yo atravesaba un territorio plagado de serpientes y lagartos para visitarla. Mientras caminaba, cantaba una melodía del Reino: “Declárate firme / de parte de Dios; / no te dejará él, / camina en su luz”. Estudié con ella durante once meses.
Seguidamente, tras una estancia de más o menos un año en Melbourne, me trasladé con mi esposo a un campamento cercano a la ciudad minera de Port Hedland, situada también en el noroeste de Australia. A los cinco días recibí visita. La sucursal había informado de mi paradero a los Testigos. Cuando se marcharon, seguí con las reuniones por mí misma, y celebraba el Estudio de Libro de Congregación, la Escuela del Ministerio Teocrático, la Reunión de Servicio y el Estudio de La Atalaya. Tras iniciar la reunión con cántico y oración, contestaba las preguntas, y finalizaba con otro cántico y oración. Contar la asistencia nunca suponía problemas, pues era siempre una sola persona: yo. Sin embargo, este horario de reuniones semanales me ayudó durante los muchos años que serví a Jehová en aislamiento.
En Bougainville
En 1969, después de haber pasado cuatro años sudando en Australia, pusieron a mi esposo a cargo de un proyecto de construcción de una carretera de acceso a una mina de cobre en las húmedas montañas de la isla de Bougainville. Una tarde alguien llamó a la puerta. Jack la abrió. “Es un Testigo con su esposa y cuatro niños”, me dijo. Vivían en la costa. Una vez a la semana yo los visitaba y asistía al Estudio de La Atalaya, que se celebraba en la escuela del pueblo.
En otra ocasión me visitaron tres hermanos de Papua Nueva Guinea. Mi esposo decía orgulloso a sus compañeros de trabajo: “Adondequiera que va mi esposa, encuentra a sus amigos Testigos esperándola”.
En África
En 1972 llegamos al desierto de Argelia, en el norte de África, donde la empresa de Jack construía un sistema de riego. Este proyecto había de durar cuatro años. Escribí a la sucursal de los testigos de Jehová en Francia sobre la predicación, y me contestaron: “Sea prudente. Nuestra obra está proscrita allí”. La Sociedad me ayudó a ponerme en contacto con dos Testigos que estaban inactivas, y formamos un grupo de estudio.
En aquel entonces, Cecilia, una de mis vecinas del campamento de trabajo, enfermó. Yo iba todos los días al hospital a visitarla, le llevaba sopa y le hacía la cama. Cuando volvió a casa, seguí haciéndole recados, y también compartí con ella la esperanza del Reino, lo que condujo a un estudio de la Biblia y a que después de ocho meses dijese que quería bautizarse. Pero ¿dónde y quién lo haría?
Recibimos una carta de la sucursal de Francia en la que decía que un Testigo llamado François iba a pasar unas cortas vacaciones en Argelia. Si podíamos llevarlo hasta nuestro poblado en el desierto y de vuelta al aeropuerto a tiempo, él efectuaría el bautismo. Pero no podía quedarse más de veinticuatro horas.
Tan pronto como François llegó, lo llevamos a toda prisa en automóvil al desierto. Aquella tarde, en casa de Cecilia, sacó una hojita de papel del bolsillo de su camisa y dio un discurso estupendo. A la primera luz del alba del día 18 de mayo de 1974, François bautizó a Cecilia en mi bañera, y partió de nuevo.
La guerra estalló en Argelia a finales de 1975, así que Jack y yo tuvimos que dejar el país apresuradamente. Yo fui a visitar a mis parientes en España. En 1976 comencé a preparar las maletas para la siguiente asignación de Jack, un campamento de trabajo en Surinam (América del Sur).
En América del Sur
El campamento, situado al suroeste de Surinam, estaba rodeado de vegetación exuberante. Ruidosos loros y monos curiosos miraban atentos desde los árboles a las quince familias de recién llegados, a la mayoría de las cuales yo había conocido en trabajos anteriores. Seis meses después llegaron más familias, entre ellas Cecilia, que se había bautizado en Argelia, una compañera.
Se acercaba el 23 de marzo de 1978, y nos preguntábamos cómo celebrar la Conmemoración de la muerte de Cristo. No teníamos medio de transporte para llegar a la capital, Paramaribo, así que hicimos planes para celebrarla en mi casa. El director del campo nos permitió fotocopiar la última página de un ejemplar de La Atalaya que anunciaba la Conmemoración, y distribuimos las copias de casa en casa en el campamento. Hubo veintiún asistentes. Cecilia dio el discurso y yo leí los textos bíblicos. Aquella noche, aunque aisladas, nos sentimos unidas al resto de la organización mundial de Jehová.
Mientras tanto, la sucursal de los testigos de Jehová de Surinam envió refuerzos: un joven matrimonio de misioneros en un viejo Land-Rover. Antes de que llegaran, yo había llegado a sentirme un poco inútil en el campo, pero los misioneros me aseguraron: “Pepita, estás aquí para algo”. En ese momento no estaba muy convencida, pero pronto lo comprendí.
Un día, durante la visita de los misioneros, exploramos una carretera sin asfaltar, y nos alegró descubrir que había algunos pueblos amerindios a unos 50 kilómetros de nuestro campamento. Unos cuantos días de predicación entre aquellos amigables indios arawak resultaron en decenas de estudios bíblicos. Por eso, cuando los misioneros se marcharon, Cecilia y yo comenzamos a visitar a los aldeanos dos veces por semana.
Nos levantábamos a las cuatro de la mañana, y a las siete comenzábamos nuestro primer estudio bíblico. Hacia las cinco de la tarde estábamos de vuelta en casa. Durante dos años condujimos treinta estudios cada semana. Al poco tiempo los niños del pueblo me llamaban Mamita Biblia. Muchas personas llegaron a bautizarse, y años después hubo 182 asistentes a una asamblea de circuito celebrada en aquel pueblo. En realidad, tal y como mis queridos amigos misioneros me habían dicho, estábamos en la selva para algo.
En Papua Nueva Guinea
Salimos de Surinam en 1980, y al año siguiente nos enviaron a Papua Nueva Guinea. Después de pasar seis agradables meses con los Testigos de la capital, Port Moresby, un helicóptero me dejó en mi nuevo hogar, un campamento situado en las montañas, donde la compañía de Jack estaba explotando una mina de oro. No había carreteras. Las personas, el material y la comida llegaban en avión. Es el lugar más aislado en el que he vivido. De nuevo surgió la pregunta: ¿Dónde encontraré a personas a quienes hablar?
Las personas de nuestro campamento ya me conocían, y nadie quería escuchar. Sin embargo, más o menos por aquel entonces la compañía abrió un supermercado. Mujeres de lugares distantes compraban allí. Pronto llegué a ser una de las clientas más asiduas del lugar. ¿Sirvió de algo?
Un día entablé una conversación con una mujer papúa. Me dijo que era maestra. “Pues yo también lo soy”, le contesté.
“¿De verdad?”, preguntó.
“Sí, enseño la Biblia.” Aceptó inmediatamente mi oferta de estudiar con ella. Con posterioridad hubo más compradoras de la tienda dispuestas a hacer lo mismo. Aquel campamento cercano a la mina de oro produjo siete estudios bíblicos, una auténtica mina de oro espiritual.
Tras pasar tres años en esta isla del Pacífico, un nuevo trabajo nos envió a la isla caribeña de Granada. Pero después de año y medio, mi esposo tuvo que volver a Estados Unidos por razones de salud, así que en 1986 nos establecimos en Boise (Idaho).
Trabajar con una congregación
Tras vivir todos aquellos años aislada de mis hermanos cristianos, tuve que aprender a trabajar con otros, en equipo. Sin embargo, los ancianos y otros cristianos me han ayudado con paciencia. Hoy en día disfruto de asistir a las reuniones y conducir estudios bíblicos en esta parte del mundo.
Sin embargo, cuando a veces me siento en algún lugar tranquilo y me acuerdo de cuando corría detrás de Eva en la bulliciosa Bangkok o cantaba melodías del Reino mientras iba por los caminos del desierto australiano o predicaba a los humildes amerindios en el bosque tropical de Surinam, sonrío y mis ojos se llenan de lágrimas de gratitud por el cuidado que recibí durante los muchos años que serví a Jehová en aislamiento.—Relatado por Josefa “Pepita” Abernathy.
[Fotografía en la página 15]
Cantando con mis estudios bíblicos españoles en Melbourne
[Fotografía en la página 17]
Ahora sirvo en una congregación de Idaho
[Fotografías en la página 16]
Ayudé a muchos en Papua Nueva Guinea a conocer a Jehová
Enseñando la Palabra de Dios en Surinam