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  • Mi eterno amor por la Tierra

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  • Mi eterno amor por la Tierra
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  • Aprendo la verdad bíblica
  • Una predicadora analfabeta
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¡Despertad! 1998
g98 22/8 págs. 12-15

Mi eterno amor por la Tierra

Relatado por Dorothy Connelly

De niña me dijeron que iría al infierno por ser aborigen. Pero años después, en 1936, escuché la grabación de un discurso bíblico que dirigió la manguera al infierno y encendió en mi corazón una llama que cada vez es más viva. Antes de explicarle la razón, permítame hablarle de mi vida.

NACÍ hacia 1911. Digo “hacia” en vista de que en aquellos años los aborígenes no se preocupaban por las fechas ni por las actas de nacimiento. Mis padres, que eran muy trabajadores y temerosos de Dios, vivían en la pequeña población de Springsure, cerca de las bellas y escarpadas montañas de Carnarvon, en el centro de Queensland (Australia).

Pese a que mi padre fue criado en el catolicismo por una familia blanca, tanto él como mi madre me inculcaron las costumbres aborígenes y el amor por la Tierra. Atrapábamos canguros, emúes, tortugas, serpientes, peces y grandes orugas comestibles (larvas de cósidos). Sin embargo, yo no comía emú; era la única de la familia que lo tenía prohibido, por ser mi tótem personal. Según nuestras tradiciones, o “tiempo de los sueños”, cada uno tiene su tótem, y la familia y la tribu respaldan la prohibición de lo representado por dicho tótem.

Aunque el totemismo se funda en supersticiones, sus tabúes nos recordaban la santidad de la vida. El aborigen no mataba por deporte. Recuerdo que de niña me avergoncé cuando me regañó mi padre por desmembrar saltamontes vivos y exclamó: “¡Qué espanto! ¿No sabes que Dios odia la crueldad? ¿Y si te lo hicieran a ti?”.

Teníamos muchas supersticiones. Por ejemplo, el que cierto pajarito (el papamoscas cola de abanico blanquinegro) jugara junto al campamento era presagio de malas noticias; y si una lechuza se posaba de día en un tocón cercano, creíamos que fallecería alguien. También pensábamos que ciertos sueños eran proféticos. Por ejemplo, si en un sueño aparecía agua fangosa, era que había algún familiar enfermo, y si el agua bajaba lenta y cargada de fango, que había muerto alguien. El catolicismo que profesábamos no nos había librado de las supercherías tribales.

Mi familia también conservaba su lengua aborigen, una de tantas que hoy se están extinguiendo. Aun así, todavía la empleo ocasionalmente al hablar de la Biblia con la gente, pero casi siempre conversamos en inglés o en el pidgin de la zona.

Útil formación en la niñez

Cuando tenía unos 10 años vivía con mi familia en un rancho, a 30 kilómetros de Springsure. Caminaba unos cuantos kilómetros a diario hasta la casa de los rancheros para realizar labores domésticas a cambio de un bote de leche y un pan. Nuestras viviendas eran las tradicionales chozas aborígenes de corteza de árbol. Si llovía, pasábamos la noche en las cuevas cercanas. Aquella vida tan sencilla no me parecía dura, pues aceptaba aquel secular modo de vida aborigen.

De hecho, me alegro de que no me dieran todo en bandeja de plata, y de que, por amor, mis padres me disciplinaran, me hicieran trabajar y me enseñaran a vivir de la tierra. En 1934, poco después de mudarnos a una reserva cerca de Woorabinda (Queensland), dejé mi hogar por vez primera y me dirigí al oeste para trabajar de sirvienta y realizar tareas diversas en los ranchos de vacas y ovejas. Por razones de trabajo tuve que mudarme al este, a las afueras de la ciudad portuaria de Rockhampton. Allí conocí a mi hoy difunto esposo, Martin Connelly, de padre irlandés, con quien me casé en 1939.

Aprendo la verdad bíblica

Desde pequeña he reverenciado la Biblia. La dueña del rancho reunía a los niños, aborígenes y blancos, y nos contaba relatos de Jesús. En cierta ocasión explicó el sentido de sus palabras: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis” (Mateo 19:14, Versión Hispano-Americana). Por primera vez desde que me dijeron que iría al infierno, vi un rayo de esperanza.

Años después, escuché la grabación del discurso que, como mencioné al principio, mostraba que en el infierno no hacía calor. Aunque me puso a pensar, no volví a tener contacto con los testigos de Jehová hasta 1949. Para entonces vivíamos en Emerald, a unos 250 kilómetros de Rockhampton. Vino a hablarnos de la Biblia R. Bennett Brickell, Ben.a Desde entonces, siempre que se hallaba en la zona se hospedaba en casa. Lo respetábamos mucho todos, incluidos Martin y nuestros cuatro hijos. Aunque Martin no se interesó en el mensaje bíblico, fue siempre amable y hospitalario con los Testigos, sobre todo con Ben.

Ben me dio muchas publicaciones bíblicas, pero había un grave problema: no sabía leer. Con paciencia, él nos leía a mí y a mis hijos la Biblia y las publicaciones, y nos las explicaba según leía. ¡Qué distinto de los sacerdotes que, terminados los ritos, no dedicaban ni cinco minutos a alfabetizarnos! Él nos mostró con la Biblia que Satanás y sus demonios son los autores de la multitud de supersticiones que no solo esclavizaban a mi pueblo, sino a toda a la humanidad. Llegué a apreciar muchísimo estas palabras de Jesús: “La verdad los libertará” (Juan 8:32).

Me conmovió aprender que el designio de Dios es que quienes le obedezcan vivan en un paraíso terrenal. Sobre todo, llegué a ansiar la resurrección de los muertos, pues mi madre había muerto en 1939, y mi padre en 1951. Muchas veces anhelo el día que pueda abrazarlos y recibirlos de nuevo en la Tierra que tanto querían. Será muy emocionante enseñarles acerca de Jehová Dios y su Reino.

Una predicadora analfabeta

Al tener más conocimiento bíblico, deseé compartirlo. Primero hablé con mis familiares y amigos, pero luego quise hablar con más personas. Así que tan pronto como Ben volvió a Emerald, reuní a mis hijos y salimos con él a predicar. Me enseñó a hacer presentaciones sencillas y a confiar en que Jehová nos ayuda si le oramos. Debo admitir que mis presentaciones eran algo toscas, pero me salían del corazón.

Primero le decía al amo de casa que no sabía leer, y luego le pedía que leyera algún pasaje bíblico que me sabía de memoria. En aquel pueblo de mayoría blanca algunos me miraban con asombro, pero casi nunca fueron groseros conmigo. Posteriormente aprendí a leer, lo que reafirmó mi confianza y mi espiritualidad.

Mi primera asamblea

Dediqué mi vida a Jehová, y en marzo de 1951 alcancé otros dos hitos: me bauticé y asistí a mi primera asamblea de distrito de los testigos de Jehová. Para ello tuve que viajar a la gran ciudad de Sydney, algo que amedrentaba a una campesina como yo; además, no tenía dinero para el tren. ¿Cómo lo resolví?

Decidí recurrir al juego a fin de obtener dinero para el pasaje. Razoné: “Como lo hago por Jehová, seguro que él me ayudará a ganar”. Al final de varias rondas de cartas, creí que me había ayudado, pues tenía suficiente para el viaje de ida y vuelta.

Como Ben sabía que pensaba ir a Sydney, cuando volvió a visitarme me preguntó si tenía fondos. “Pues sí —le dije—. Gané en el juego el dinero para el tren.” Se puso como un tomate, así que comprendí enseguida que había dicho algo malo. Me defendí replicando: “Oye, ¿qué te pasa? ¡Ni que lo hubiera robado!”.

Cuando se serenó, me explicó con tacto por qué no juegan por dinero los cristianos, y me tranquilizó diciendo: “Pero no es culpa tuya, pues no te lo había explicado”.

Me recibieron bien

Aquella asamblea de cuatro días (del 22 al 25 de marzo de 1951) fue mi primera reunión con tantos Testigos. Puesto que solo conocía a Ben y a pocos más, no estaba segura de cómo me iban a recibir mis futuros hermanos espirituales. Puede imaginarse cuánto me emocionó que me acogieran con tanto cariño, y sin nada de racismo. Me sentí muy a gusto y tranquila.

Llevo muy grabada en la memoria aquella asamblea, sobre todo porque figuré entre los 160 que se bautizaron en Botany Bay. Parece que soy de los primeros aborígenes australianos que se hicieron testigos de Jehová. Mi foto apareció en el periódico dominical y también en un noticiero que se exhibió en los cines.

La única Testigo del pueblo

Al mes de volver de Sydney, me trasladé con mi familia a Mount Isa, pueblo minero del noroeste de Queensland. Vivimos seis años en una cabaña, dedicados a cuidar una gran parcela de las afueras del pueblo. Construimos las paredes con madera de las inmediaciones. El techo lo hicimos con las láminas de metal que obtuvimos abriendo por un lado barriles de alquitrán viejos y luego aplanándolos. Martin se colocó como empleado del ferrocarril, pero bebía tanto que acabó arruinando su salud, con lo que yo me convertí en el único sostén de la familia. Mi marido falleció en 1971.

En Mount Isa no había más Testigos que yo. Ben nos visitaba cada seis meses más o menos, pues el pueblo era parte de su enorme territorio de predicación. Si coincidía que estaba allí para el tiempo de la Conmemoración de la muerte de Jesucristo —ocasión muy especial para Ben, pues tenía la esperanza de la vida celestial—, la celebraba con mi familia, a veces bajo un árbol.

Sus visitas solían ser breves, así que la mayor parte del tiempo los niños y yo dábamos testimonio por nuestra cuenta. Estábamos solos, pero nos fortalecían el espíritu de Jehová y su organización amorosa. Aunque por años el grupo de Mount Isa fue muy pequeño, los fieles superintendentes viajantes y sus esposas lucharon con el calor sofocante, las moscas, el polvo y las carreteras accidentadas para venir a animarnos. También nos visitaban de vez en cuando Testigos de la congregación de Darwin, que acababa de formarse y, aunque estaba a más de 1.200 kilómetros, era la más cercana.

Se funda una congregación

En diciembre de 1953 se formó la congregación de Mount Isa. Los únicos que participábamos en el ministerio éramos Ben, como superintendente nombrado, mi hija Ann y yo. Pero no tardaron en mudarse más Testigos al pueblo. Del territorio también fueron saliendo más discípulos, entre ellos aborígenes.

Al crecer la congregación, vimos enseguida la necesidad de tener un Salón del Reino para las reuniones. Trabajamos mucho para acabarlo en mayo de 1960. Tuvimos que agrandarlo dos veces durante los siguientes quince años. A mediados de los setenta se nos volvió a quedar pequeño, pues ya éramos 120 publicadores. Por ello construimos un hermoso salón con asientos para 250 personas, que se dedicó en 1981. Gracias a su amplia capacidad, se ha podido utilizar para reuniones más grandes, llamadas asambleas de circuito.

Expansión entre los aborígenes

Me hizo mucha ilusión que en 1996 se formara un grupo de aborígenes e isleños (aborígenes procedentes de las islas cercanas a la costa de Australia) asociado a la congregación Mount Isa. Su principal cometido es dar un mejor testimonio a los aborígenes, que a veces se sienten menos cómodos con los blancos.

En Australia hay una veintena de grupos aborígenes. Además existen congregaciones aborígenes en Adelaida, Cairns, Ipswich, Perth y Townsville. En total, hay unas quinientas personas, algunas de mi familia, que asisten a estos grupos y congregaciones. Casi el 10% son precursores (evangelizadores de tiempo completo).

En 1975 me diagnosticaron diabetes, enfermedad frecuente entre los aborígenes, que con los años ha ido minando mi salud. Cada vez se me hace más difícil leer. No obstante, Jehová sigue sosteniéndome e infundiéndome gozo.

Estoy muy agradecida a los valientes ministros que nos han servido a mi familia y a mí. Su fervor inquebrantable, su amor y los tesoros espirituales que trajeron en bicicleta por los solitarios y polvorientos caminos y carreteras del interior de Queensland, nos permitieron conocer la verdad bíblica, gracias a la cual espero con confianza el día en que la Tierra que tanto amo sea un paraíso por toda la eternidad.

[Nota]

a La extraordinaria biografía de Ben Brickell apareció en La Atalaya del 15 de febrero de 1974, págs. 120-124.

[Ilustración y mapa de la página 15]

Dorothy en la actualidad

[Mapa]

Darwin

Cairns

Townsville

Mount Isa

Rockhampton

Emerald

Springsure

Woorabinda

Ipswich

Sydney

Adelaida

Perth

[Ilustración de la página 13]

Sesión de prácticas con Ben a mediados de los años cincuenta

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