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Nota

b Puesto que los elementos que componen el cuerpo humano son más de 90 por ciento de agua, se requeriría un fuego con calor volcánico, un fuego que alcanzara una temperatura de 1,760 a 2,760 grados Centígrados, para destruirlo. Así podemos apreciar por qué se agregaba azufre a los fuegos que ardían en el Gehena fuera de los muros de la antigua Jerusalén a fin de acelerar y efectuar tanto como fuera posible la destrucción total de los cadáveres arrojados en él.

El Dr. Wilton Krogman, profesor de antropología física en la Universidad de Pensilvania en Filadelfia, Pensilvania, informó haber observado un cuerpo arder en un crematorio a 1,093 grados Centígrados por más de ocho horas, ardiendo bajo las mejores condiciones posibles en lo que toca a calor y combustión, estando todo bajo control: pero al fin de ese tiempo casi no vio hueso alguno que no estuviera allí todavía y que del todo no se pudiera reconocer como hueso humano. Cierto, estaba calcinado, pero no había llegado a ser ceniza o polvo. Fue solo a más de 1,760 grados Centígrados que vio que un hueso se derritió y fluyó y se hizo volátil.—Vea el artículo “La desconcertante muerte ardiente,” por Alano W. Eckert, en la revista intitulada “True The Man’s Magazine,” de mayo de 1964, páginas 33, 105-112.

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