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Fui una monja católica¡Despertad! 1972 | 8 de noviembre
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abusos que veía. Por ejemplo, abusos en comodidad. Vi con mis propios ojos que se hacían gastos totalmente innecesarios e injustificados en una escala que continuaba aumentando. Así es que a medida que el tiempo pasaba, mis ojos llegaron a abrirse. Pude ver que la vida en el convento se estaba haciendo sencillamente imposible.
También comencé a darme cuenta de cuán vacías eran las ceremonias religiosas que siempre había apreciado tanto. A pesar de todas las decoraciones, las flores, los hermosos ornamentos del altar, los atavíos del sacerdote y la música, una vez que la ceremonia había terminado estaba consciente de que no había derivado ni el más mínimo provecho espiritual. En particular en estas ocasiones me ponía a observar al sacerdote. Muy a menudo había quedado desilusionada con él, y me había dicho: “¡Qué descuidado! Es como si no le importara lo que está haciendo y como si él mismo no creyera en ello.” Hacía el signo de la cruz automáticamente y la genuflexión con muy poco respeto.
Cierto día, al oír que durante el Concilio del Vaticano los obispos discutieron cambios en la eucaristía, me dije: “Algo anda mal aquí. La verdad es incuestionable y nunca cambia.”
En otra ocasión, ¡se me dijo que la sagrada sangre en Brujas no era real! En la Basílica de la Sagrada Sangre de la ciudad belga de Brujas se encuentra la urna de oro macizo de la Sagrada Sangre. En ésa se alega que se encuentran unas pocas gotas de la sangre de Cristo. Todos los años una procesión pasa a través de la parte vieja de la ciudad, llevando la urna con tradicional pompa. Pero ahora pensé: “¿Es posible que la Iglesia nos haya permitido tanta idolatría durante todas esas procesiones de la Sagrada Sangre? ¡Es tiempo de que encuentre la VERDAD!”
Le mencioné todo esto a otra monja y añadí: “Estoy buscando la verdad y cuando la encuentre, ¡nada me detendrá!” De ahí en adelante puse más empeño en mi búsqueda por la verdad.
¡Hallando la verdad que lleva a la vida!
Alrededor de agosto de 1969 recibí un libro de otra monja. Se intitulaba “La verdad que lleva a vida eterna.” Ella lo había recibido de su sobrino, quien era un testigo de Jehová.
Cuando me lo trajo ella me dijo: “Me lo dio mi sobrino. No te imaginas lo celoso que es. Me ha prometido una Biblia, ¿y puedes creerlo?... ¡predica de casa en casa y hasta da conferencias bíblicas!”
La escuché muy atentamente. Tomé el libro y dije: “Eso me interesa, porque ahora estoy buscando la verdad.” De inmediato comencé a leer el primer capítulo. Noté que era muy distinto de mis enseñanzas religiosas.
Sin embargo, poco después tuve que ingresar en la clínica, pues el médico consideró que mi estado era grave. Así es que antes de irme puse todas mis cosas en orden y le devolví el libro a mi compañera monja. Pero el diagnóstico fue inexacto, y muy pronto estuve de regreso. Busqué el libro... ¡pero qué desilusión! La monja me devolvió solo sus tapas. ¡Había botado las páginas de adentro! Fui a verla y le expresé mi pesar por lo que había hecho, repitiendo que había tenido tantos deseos de leer el libro.
Un viaje inolvidable
Un día la superiora anunció que querían voluntarias para aprender de peinadora. Me ofrecí y seguí un curso dictado por la escuela “Oréal” de Bruselas. Recibí instrucciones de presentarme delante de la Junta Examinadora en Bruselas el día 26 de octubre de 1970 para pasar mis exámenes de peinadora.
Fui a la hora convenida. Sin embargo, cuando se pasó lista de los nombres, el mío no estuvo incluido. Hasta se mostraron sorprendidos de verme allí. La secretaria me despidió, informándome que me volverían a llamar el próximo mes.
No deseando aprovecharme de esta inesperada libertad, fui al convento donde debía pasar la noche. Cuando dije a las monjas que regresaría a Héverlé en el primer tren, me aconsejaron que regresara en autobús; era más barato. Deseando respetar mi voto de pobreza, concordé.
Para llegar a la parada de autobús, tuve que tomar un tranvía. Como no conocía la localidad, pedí a dos hombres que viajaban en el mismo tranvía que me indicaran dónde bajarme. Prometieron avisarme cuando llegáramos a la parada de autobús. ¡Pero me dijeron que bajara por lo menos dos paradas antes! Así es que tuve que caminar el resto del trayecto, cargando dos pesadas valijas.
Al fin descansé las valijas en el suelo y miré alrededor buscando la parada de autobús. En ese preciso momento, un auto se detuvo a mi lado. El chofer dijo: “Señora, ¿va usted a Lovaina? ¿Puedo llevarla?”
Me turbé, pues pensaba que no era apropiado viajar con un hombre. Pero entonces él continuó hablando, diciendo: “Si es que no le importa viajar con un testigo de Jehová.” Aunque no conocía muy bien a los testigos de Jehová, esto me inspiró confianza y acepté el ofrecimiento. Después supe que ésta fue la primera vez que él había tomado la iniciativa de detenerse y ofrecerse a llevar a alguien. Por lo general, esperaba una señal de parte del caminante. Era también la primera vez que iba por este camino por la tarde. Hasta entonces, siempre había salido de mañana. ¡Pero qué bendiciones trajeron estas coincidencias!
Se hizo cargo de mis valijas y me ayudó a subir al auto. Tan pronto como estuve sentada, dijo: “Como usted sabe señora, los testigos de Jehová hablan mucho de la Biblia.” Le respondí que por el momento ésta era casi la única cosa que en realidad me interesaba, y que había tomado un curso bíblico por correspondencia y escuchaba programas de religión por la radio.
Comenzó a hablarme acerca de varias doctrinas, como la Trinidad, y esto me asombró. Mencioné que lo que él me estaba diciendo era contrario a las enseñanzas de mi Iglesia, pero que sin embargo parecía estar en armonía con la Biblia. Cuanto más escuchaba, más atónita quedaba. Reconocía que todo lo que estaba diciendo ciertamente estaba en armonía con la Biblia. Mientras prestaba atención, oré para que el espíritu santo me ayudara y no me dejara ser inducida al error.
Cuando llegamos a Lovaina, el Testigo dijo adiós y al mismo tiempo me ofreció un libro. Sí, ¡era La verdad que lleva a vida eterna! Le agradecí calurosamente por él, y por todo el camino al convento medité en lo que habíamos conversado. Estaba también muy contenta por tener otro ejemplar del libro que había visto unos pocos meses antes. Ahora podía proseguir mi búsqueda de la verdad.
Aumentando en conocimiento exacto
Al entrar a mi habitación, comencé a orar. Esta vez, oré a Jehová, explicando mi situación y pidiendo que me ayudara. En otra mañana pedí a Jehová que me enviara a alguien para que me mostrara la dirección correcta a tomar.
Ese día, en vez de empezar a peinar a las 11 de la mañana como generalmente hacía, tenía cita para las 2 de la tarde para peinar a una monja. Se puede imaginar mi sorpresa, al ver, al bajar las escaleras, ¡al hombre que me había traído desde Bruselas! Debido a la cita a las 2 de la tarde él propuso volver una hora más tarde. Para entonces estuve desocupada y lo pude recibir en un pequeño locutorio.
Él sugirió que para poder adquirir más conocimiento exacto de la Palabra de Dios, debía tener un estudio de la Biblia, que sería conducido por dos mujeres de la congregación local de testigos de Jehová. Llena de gozo acepté su ofrecimiento. El primer estudio se celebró en mi habitación, ¡dentro del mismo convento!
Cuando supe que después de estudiar por seis meses tendría que tomar una decisión, me dije a mí misma: “¿Piensan ellas que voy a cambiar? Si es así, están equivocadas. Todo lo que quiero es un estudio detallado de la Biblia.” Me apliqué al estudio muy seriamente.
¡Por fin la verdad!
Entonces una mañana la Testigo me invitó a una asamblea de tres días de instrucción bíblica celebrada cada seis meses y organizada por los testigos de Jehová. La superiora me autorizó a salir, sin saber adónde iba, y todos me desearon un feliz fin de semana.
Durante el viaje me dije: “No me voy a dejar embaucar. Escucharé y tomaré nota de todo. Si oigo una sola palabra contraria a la Biblia, ése será el fin de una vez y para siempre.”
En la asamblea encontré que todo era edificante. Tuve la definida impresión que había pasado de la oscuridad a la luz. Me conmovió profundamente el amor fraternal que desplegaban los Testigos. ¡Ciertamente había encontrado el verdadero amor cristiano que había estado buscando por cuarenta y cinco años! ¡Llegué a la conclusión de que por fin había encontrado la verdad!
Al regresar al convento, percibí aún más la verdad de las palabras que tanto había repetido en los meses recientes: “Estamos en un sistema diabólico. No puedo continuar viviendo aquí como una hipócrita.” Oré a Jehová, implorándole por guía.
Realizando la separación
Esa misma noche después de haber vuelto de la asamblea, me senté y le escribí una carta al papa. Le pedía que me concediera la dispensación de mis votos. Escribí otra carta a mi superiora general.
Sin embargo, entonces recordé que desde el Concilio del Vaticano nuestros reglamentos y nuestras constituciones habían sido quemados. Por consiguiente, nosotras ya no éramos las Misioneras Canonesas de San Agustín, según cuyos reglamentos había tomado mis votos. Llegué a la conclusión de que no necesitaba ser dispensada de mis votos.
Lo que es más, ya no aceptaba a la Iglesia Católica Romana como la Iglesia de Cristo. Esta estaba en oposición a la Palabra de Dios. Por lo tanto, ya no veía la necesidad de consultar con el dirigente de una iglesia apóstata para pedirle ningún permiso. Así es que aquellas cartas que había escrito nunca fueron enviadas.
Habiendo comparado las verdades de la Biblia con las enseñanzas religiosas que había recibido, comprendí más y más que las principales enseñanzas de la Iglesia no estaban de acuerdo con la Biblia. Por ejemplo, Jesús no es el Dios Todopoderoso. Además, la Trinidad no existe. La misa y la comunión no tienen base bíblica. Y ¿qué hay acerca de las almas en el fuego del infierno, que están allí por haber tomado la comunión sin haber ayunado, o por haber mordido o tocado la hostia, o por no haber asistido a la misa dominical, o por haber comido carne en viernes? ¡Ahora todas estas cosas se permiten! Estos hechos ayudaron a convencerme de que había encontrado la verdad.
El 23 de enero de 1971 llamé por teléfono para agradecer a la Testigo que tan bondadosamente se había hecho cargo de mí durante la asamblea. Cuando me preguntó qué iba hacer, le contesté: “Estoy lista para irme.”
Decidí irme al día siguiente, a pesar del hecho de que no estaba en buena salud, y también a pesar de mi edad y otros factores. No obstante, después de profunda reflexión, dije a Jehová que debido a su amor, me entregaría a él sin reservas. Él podía usarme como quisiera. Solo pedía que se hiciera su voluntad y no la mía. Me apoyé por completo en él y durante toda la noche le oré repetidamente. No me preocupé más acerca del alimento, ropa y alojamiento. Tenía ojos para solo una cosa: Predicar las buenas nuevas del reino de Dios, y traerle la verdad a tantas personas de condición de oveja como fuera posible.
Al día siguiente vinieron por mí dos testigos de Jehová. Mi partida fue tranquila. Había unas treinta monjas en el convento y todas miraron, sorprendidas, pero sin decir una palabra. Cuando la sacristana quiso saber lo que estaba pasando, dije: “Se acuerda que le dije que cuando yo encontrara la verdad, nada me detendría. La encontré con los testigos de Jehová y es por eso que me voy con ellos.” Se fue sin decir otra palabra.
Permanecí dos meses con una familia de Testigos en Bruselas. No aceptaron ningún pago por mi alojamiento. Uno podía notar que todo esto se hacía por puro amor a Jehová. Estaba tan contenta de estar por fin libre de la influencia del imperio mundial de la religión falsa, al cual la Biblia llama “Babilonia la Grande,” y estar en la compañía de estos dedicados cristianos.
Y así llegó el tiempo cuando me dediqué verdaderamente a Jehová. Solo quería hacer Su voluntad, como una de sus testigos. Cinco meses más tarde, el 26 de junio de 1971 —después de cuarenta y tres años como una monja misionera— simbolicé esta dedicación por bautismo en agua.
En la actualidad, para mantenerme, trabajo parte del tiempo como ama de llaves, pero no siento pesar, pues mi felicidad es completa. Siento que ahora realmente soy una misionera, que llevo una vida mucho más honesta que cuando era una monja. En realidad sí hay una cosa que me pesa: que haya tenido que esperar tanto tiempo antes de poder demostrar a Jehová Dios que lo amo, y esto con entendimiento exacto de su Palabra.
Así es que ahora se ha realizado el deseo que expresé en 1916 cuando yo era esa niñita de siete años, de entregarme enteramente al servicio de Dios. Desde ahora en adelante, doy el resto de mi tiempo para hacer discípulos de Jesucristo, tal como él dijo a sus seguidores que hicieran. Hago esto por medio de predicar las buenas nuevas del reino de Dios y por medio de compartir con otros las verdades que he encontrado. Espero que muchas más personas de corazón honrado sientan el mismo gozo que yo siento, al aceptar, mientras todavía queda tiempo, la verdad que lleva a vida eterna en el nuevo sistema de cosas prometido por Dios.
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Sobre la infalibilidad papal¡Despertad! 1972 | 8 de noviembre
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Sobre la infalibilidad papal
● La infalibilidad papal es un dogma de la Iglesia Católica Romana. Pero no todos los católicos están convencidos del asunto. Francis Simons, obispo católico de Indore, India, dijo: “Los apóstoles mismos, cuando pedían fe, apelaban a la evidencia, a lo que habían oído y visto; nunca pretendieron tener un don personal, inherente, subjetivo de infalibilidad que obraría y les daría certeza aun independientemente de la evidencia. Ni tampoco hay ninguna promesa o seguridad divina de que la iglesia recibió tal don por virtud del cual ella puede tener certeza acerca de Cristo independientemente del confiable contenido del testimonio apostólico. En cuanto la iglesia abandona el firme fundamento colocado por los Apóstoles, es víctima de la ignorancia y los errores de su edad, lo cual se extiende, como lo ha demostrado la experiencia, aun a su entendimiento de las escrituras.”—Citado en Commonweal, 25 de septiembre de 1970, págs. 479, 480.
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