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    ¡Despertad! 1979 | 22 de septiembre
    • Justamente antes que iban a dejar salir a Bryan, empezó a sangrar por su aparato gastrointestinal. Alarmados, los médicos hicieron que se quedara para poder seguir observándolo y tratándolo. Puesto que no había modo de hospedarme en el hospital, siempre me quedaba hasta que Bryan se durmiera. Las enfermeras fueron excelentes. Cuidaban muy bien a Bryan; hasta me daban permiso cada noche para llevarlo a otro cuarto y amamantarlo hasta que quedara dormido antes de irme.

      Otra tragedia

      El martes 19 de julio empezó como cualquier otro día de trabajo normal. Bryan ya estaba en casa. Gary salió temprano para ir al trabajo. Entonces, a las cuatro de la tarde, recibí una llamada telefónica. “Gary ha estado en un accidente,” empezó la voz. “¡Pero, no se excite! Tiene una pierna rota. ¡Es mejor que se dé prisa y venga a la sala de emergencia!”

      Entrando por las grandes puertas de la sala de emergencia, me dirigí a la oficinista, me identifiqué y le pregunté acerca de la condición de Gary. Se oyó un grito fuerte, seguido por otro, y luego otro. Se me revolvió el corazón. “¿Fue ése mi esposo?” “Sí,” contestó la mujer.

      “¿Cuán grave está?” insistí en saber.

      “Bastante grave,” dijo en tono serio. Me enteré de que había sufrido una severa abrasión de la cabeza, hemorragia interna y fracturas múltiples.

      “Necesita una transfusión de sangre. De otro modo morirá,” dijo el médico que lo asistía. Por un momento las noticias me dejaron aturdida, sin poder contestar. Entonces me sobrevino aquella sensación familiar de debilitamiento. Luchando contra el impulso de ceder al pánico, le dije al médico: “Sangre no.” Protestó. De nuevo dije: “Así tiene que ser; sangre no.” Se encogió de hombros, se volvió y empezó a marcharse.

      “¿Puedo ver a Gary?” rogué.

      “No, no puede,” contestó.

      “Mire,” me puse a razonar, “he perdido una hija. Estoy a punto de perder mi hijo. ¡Creo que puedo soportar bien el estar con mi esposo!” Me lo concedió.

      Gary estaba tendido en una mesa bajo las brillantes luces de la sala de operaciones. Por unos segundos increíbles no pude hacer más que mirarlo fijamente, horrorizada. Estaba acostado de espaldas y solo tenía puestos sus calzoncillos. Tenía la pierna izquierda partida de modo que estaba abierta en dos lugares, abajo de la rodilla y arriba de ella. Tenía la cara muy hinchada y sucia. Tenía una herida profunda en el caballete de la nariz, evidentemente causada por sus gafas de sol que le arrancaron la carne cuando dio con la cara contra el pavimento. Y había un agujero profundo en la parte superior de la cabeza que dejaba expuesta una capa de tejido color de rosa próxima al cráneo.

      Miré al médico, y era obvio que estaba alarmado. Dijo que iban a transferir a Gary por helicóptero al Centro Médico County U.S.C. en el barrio oriental de Los Ángeles. Se hicieron los arreglos. Suprimiendo mi temor a las alturas, subí a la aeronave grande, de tipo militar, junto con Gary. El vuelo solo duró cinco minutos. Entonces transportaron a Gary en una camilla de ruedas a una sala grande donde otras víctimas de accidentes esperaban tratamiento.

      Lo que más preocupaba a los médicos era la posibilidad de que Gary se hubiese roto una arteria interna. En tal caso, moriría desangrado. Se ejecutó una prueba diagnóstica para determinar si tal era el caso o no. Por fin un médico anunció que no se había hallado ninguna arteria rota, y que las cosas parecían favorables. Los signos vitales de Gary —la frecuencia de los latidos y ritmo del corazón, la presión arterial y la temperatura— se habían estabilizado, aunque su valor hematócrito (la cantidad de glóbulos en la sangre circulante) había bajado a 25; lo normal es de 40 a 65.

      La mañana siguiente aproximadamente a las 11:30 se llevaron a Gary para neurocirugía. El cirujano explicó lo que le hicieron: Le cosieron la herida de la cabeza, le limpiaron las heridas abiertas en la pierna, sacando la tierra y partículas del pavimento que se habían alojado ahí, insertaron tres clavillos de acero inoxidable para proveer sostén para la tracción y luego suturaron la piel. Tras eso le enyesaron la pierna y se la pusieron en tracción.

      Una agotadora crisis de emociones

      El viernes 22 de julio, después de pasar el día entero al lado de Gary, partí. Su condición seguía más o menos igual... estable pero muy grave. Habiendo acostado a Dana, Adán y Bryan, me dormí a eso de las 11:30. En lo que parecía solo minutos después, el sonido escalofriante del teléfono me despertó. Con pulso acelerado salté de la cama. Al levantar el auricular oí la voz neutral de un médico decirme que Gary había empeorado y que no duraría hasta la mañana. “¡Oh, no!” dije bruscamente, atónita. Aquella misma sensación horripilante se extendió por todo mi ser.

      Algunos amigos me llevaron en automóvil hasta el hospital y solo nos tomó 30 minutos. Dentro de mí sentí inmensas presiones que iban montando en intensidad. Si le daban sangre a Gary tal vez siguiera viviendo; si no se la daban, moriría... parecía así de sencillo. ¿Por qué debería morir y dejarme desolada con tres muchachos? ¿Por qué? Reconozco que a algunas personas se les hará difícil entender esto. Pero para mí la ley de Dios respecto a la sangre es muy clara. “Sangre—no deben comer,” dijo Dios a Noé y a su prole. (Gén. 9:4) Y para aclarar que esa ley todavía aplicaba a los cristianos, el concilio de la iglesia cristiana primitiva que se celebró en Jerusalén decretó: “Porque al espíritu santo y a nosotros mismos nos ha parecido bien no añadirles ninguna otra carga, salvo estas cosas necesarias: que sigan absteniéndose de cosas sacrificadas a ídolos y de sangre y de cosas estranguladas y de fornicación.”—Hech. 15:28, 29.

      Cuando llegamos al hospital me fui apresuradamente al cuarto de Gary. Al acercarme a su cama, vi que una máscara de oxígeno le cubría la nariz y la boca. Estaba muy pálido y débil debido al reducido surtido de sangre. Noté su respiración superficial y su voz apenas audible. Arriba de él estaban colgadas dos botellas que contenían sales y agua y otros ingredientes para reemplazar por vía intravenosa los fluidos corporales. Los tubos claros descendían a la cama y a los dos antebrazos donde estaban asegurados con cinta. Con esfuerzo logró decir unas cuantas palabras, luego cerró los ojos.

      Cuestión de integridad

      Pregunté: “Gary, ¿estás seguro de que esto es lo que quieres?” Quería saber si tenía la mente suficientemente despejada para saber lo que estaba escogiendo. Contestó: “Es todo lo que tenemos, Jan . . . es todo lo que tenemos.” Aunque estaba desconsolada, su respuesta clara, coherente, me dio nuevas fuerzas. No parecía que el hecho de que estaba muriendo lo perturbaba; pero estaba positivo en cuanto a no violar la ley de Jehová acerca de la sangre.

      Uno de los médicos que estaba asistiendo a Gary se acercó a él. Hablando con un tono de voz que mostraba su preocupación, dijo: “Gary, estás muriendo. ¿Por qué crees que tienes razón cuando todas las demás religiones del mundo no creen de la manera que tú crees? No es posible que todas ellas estén equivocadas. Tienen que tener razón. Sé en mi corazón que si aceptas sangre, Dios te perdonará.”

      Recobrando las últimas reservas de fuerza, Gary habló. “La mayoría no siempre tiene razón,” dijo enfáticamente. “¿Recuerda usted a Elías, el de la Biblia?” continuó. “La entera nación de Israel se apartó de Dios. No tenían razón. Un solo hombre, Elías, que pensaba que estaba solo, aunque había otros fieles, sabía que tenía razón.”

      Rendido, Gary terminó. Débilmente extendió el brazo hacia el médico y, apretando el puño, le dio en el brazo y dijo: “Lo veo mañana.”

      Gary estaba sufriendo una hemorragia interna. A fin de detenerla, se añadió vitamina K a la solución que se le administraba intravenosamente. Por fin, en las horas de la madrugada, se estabilizaron sus signos vitales. Apenas retenía la vida, pues solo le quedaba la cuarta parte de su sangre. Por largo tiempo me quedé sentada ahí al lado de la cama de Gary, confusa y asustada. Le hablé a Jehová en oración como uno hablaría con un padre bondadoso. No sé cuanto tiempo pasé orando y pensando. Pero parecía que había pasado toda la mañana así hasta que me interrumpió la enfermera cuando entró para hacer su examen rutinario.

  • Un nuevo tratamiento salvavidas
    ¡Despertad! 1979 | 22 de septiembre
    • Un nuevo tratamiento salvavidas

      AL SALIR del cuarto de Gary por unos minutos, vi a dos de nuestros hermanos cristianos de la congregación sentados en la sala de espera. Se acercaron, y uno de ellos tenía en la mano una copia fotostática de una página de la revista The Watchtower. Después de un breve intercambio de saludos, me dio la copia. Era la sección “Ponderando las noticias” del número del 1 de septiembre de 1974.a

      Al leerlo, una punzada aguda de esperanza entró en mi corazón. El informe noticiero citado ahí decía de una nueva técnica para ayudar a pacientes que habían perdido grandes cantidades de sangre. El tratamiento se llama “oxígeno hiperbario” o “hiperbárico.”

      Confrontación decisiva

      Era eso de las 11:30 de la mañana cuando el jefe de la cirugía del hospital vino por el corredor. Pidió que entráramos en su oficina, diciendo a la vez: “Vamos a decidir esto de una vez por todas.”

      Era una oficina pequeña y parecía aun más pequeña al apiñarnos en ella tres médicos, yo y mis dos amigos. Podía ver que los médicos estaban cansados; supuse que se debía a las muchas horas largas que tienen que trabajar y los muchos problemas difíciles que afrontan. Parecía que la restricción sobre la sangre en el caso de Gary aumentaba sus cargas. Podía entender eso.

      “He hablado con mis médicos y estamos disgustados,” declaró el jefe de la cirugía. “¡Más que disgustados, estamos airados! Tenemos a un joven que podemos salvar, pero los principios conforme a los cuales ustedes viven, y lo animan a vivir a él, hacen casi imposible ayudarlo.”

      Metiendo varias radiografías de la pierna rota de Gary bajo las grapas de la pantalla visora colocada en una pared, señaló las roturas múltiples en la pierna de Gary. Se veían como la rotura serrada de un lápiz. En una radiografía se veía claramente que el hueso sobresalía de la carne.

      “Esta es la lucha que tenemos,” dijo, señalando en rápida sucesión cada una de las roturas que se veían en las radiografías. “Gary necesita varillas aquí, aquí y aquí, y en cada caso se necesita sangre para la operación.” Siguió repitiendo vez tras vez: “¡Estoy furioso!” Yo estaba muy asustada, sabiendo que era el blanco principal de su indignación. Incliné la cabeza y me saltaron las lágrimas.

      “Soy cristiano,” anunció el jefe de la cirugía. “No veo nada malo en tomar transfusiones de sangre. Aunque fuera malo, Dios lo perdonaría.” Cambiando de táctica, dijo: “Si no tratan de conseguir que Gary acepte sangre, será lo mismo que asesinarlo. Cualquier persona que realmente lo quiera [sabía que probablemente tenía los ojos puestos en mí] tratará de convencer a Gary de que acepte sangre.” Cambiando de nuevo su táctica, diestramente apeló a mi deseo y dijo: “Si él acepta la sangre, pudiera salir de aquí y estar en casa con usted y los niños, y dentro de poco regresar al trabajo. La sangre es la única solución.

      “Este hombre está muriendo, y podemos salvarlo, pero ustedes nos tienen las manos atadas. ¿Han tenido la experiencia de ver a alguien morir en sus manos y no poder salvarlo?” continuó. Interrumpiendo, dije suavemente: “Sí. Tenía una hijita.” Mi declaración debe haberlo cogido desprevenido porque dejó de hablar. La pausa molesta terminó cuando él declaró: “Muy bien, quiero que todos salgan. Vayan afuera y piensen en lo que ese hombre tiene que sufrir.”

      Cambio de actitud

      Al levantarme para salir, me volví hacia él y pregunté: “¿Puedo hablar con usted?” Todos se detuvieron y se volvieron hacia mí. “Sola,” añadí. “Muy bien, todos afuera,” bramó.

      Cuando todos salieron, inmediatamente sentí un cambio en su porte. Parecía que se había ablandado. Se puso a charlar, queriendo saber cómo había llegado a ser testigo de Jehová y preguntó acerca de mi hijita. Entonces me preguntó cuántos años tenía. “Veintiséis,” dije yo. Me sorprendió cuando respondió: “Ay, qué jovencita para estar pasando por todo esto.”

      Quedé atónita ante la transformación. Le pregunté si era imparcial. Dijo que sí. Quería que se comprometiera antes de darle el informe de The Watchtower acerca del tratamiento con oxígeno hiperbárico. Me devolvió la hoja y pregunté: “¿Cree usted que ese tratamiento pudiera dar buen resultado?”

      “Bueno, no sé,” contestó. “A estas alturas vale la pena probar cualquier cosa.”

      “¿Puede usted enviarlo a algún lugar?” rogué.

      “Oh, no,” dijo. “Yo no voy a hacerlo; usted tiene que hacerlo, usted sola. Usted puede telefonear a la base naval.”

      “¿Qué digo? ¿Con quién hablo?” pregunté.

      “Usted simplemente tiene que telefonear y pedir hablar con el que esté encargado del oxígeno hiperbárico y contárselo todo.” Al decir eso, se inclinó rápidamente y tomó el teléfono que estaba sobre su escritorio. Empezó a hablarle a alguien... alguien a quien trataba por su nombre de pila. Relató toda mi experiencia, y parecía que realmente quería ayudarme. Volviendo el auricular a su lugar, dijo: “Todo está arreglado.” Gary habría de ser transferido al Hospital Memorial de Long Beach.

      Probablemente se debió al modo decisivo del jefe de la cirugía que la preparación para enviar a Gary se realizó con rapidez tan sorprendente. Sin embargo, mientras estaba arreglando a Gary para el viaje, uno de los médicos, refiriéndose al tratamiento con oxígeno hiperbárico, dijo: “De nada servirá.” Aunque habló en voz baja, se destacó la furia en su tono al enfatizar: “Necesita sangre para curar sus heridas.” Esto me desanimó. Pero enseguida llevaron a Gary a la ambulancia que lo esperaba. Un médico nos acompañó en el viaje.

      Recobro las esperanzas

      Por fin alcancé a ver el hospital, tremendo y ultramoderno. Nos esperaban asistentes. Se llevaron a Gary al séptimo piso, a un pequeño cuarto privado en la Unidad de Cuidados Intensivos. Una enfermera se me acercó y explicó que yo tenía que esperar afuera hasta que los médicos completaran su examen. Bajé a otro piso y me dirigí al tocador para arreglarme un poco. Ahí pausé y oré, pidiendo denuedo y fortaleza. Habían pasado unas 18 horas desde que aquella aterradora llamada telefónica me había despertado la noche anterior.

      Me las arreglé para regresar lentamente al cuarto de Gary. Cuando entré, los dos médicos todavía estaban ahí. Olvidé momentáneamente que llevaba en la mano el artículo acerca del tratamiento con oxígeno hiperbárico. Andando hasta el médico más cerca de mí, se lo entregué. Era un hombre alto, un poco grueso, de hombros anchos, cabello negro, ondulado, peinado hacia atrás. Lo tomó y empezó a leerlo. Cuando terminó, dijo en el modo típico de los médicos: “Ah, ja.” Impaciente para saber su opinión, pregunté: “¿Ha oído usted alguna vez acerca de este tratamiento?”

      “Oh, sí,” contestó casi falto de expresión. “Yo escribí el artículo.” (Este fue el artículo que se publicó en el Journal of the American Medical Association del 20 de mayo de 1974 y al cual se refirió The Watchtower.) Sentí el rostro ponérseme rojo al sobrevenirme vergüenza combinada con tremendo gozo. A medida que él siguió hablando, detallando el tratamiento, cobré nuevas esperanzas.

      Quería ser optimista, pero todavía tenía dudas. Repetí los comentarios que me había dirigido el médico precisamente antes de partir del hospital universitario. “Según la opinión de él,” expliqué, “el tratamiento no serviría de nada, y, aunque sirviera de algo, Gary todavía no podría curarse bien porque necesita sangre total.” Mirándome a los ojos, inclinó la cabeza en señal de comprensión y declaró filosóficamente: “Algunos hombres hablan solo en su ignorancia.” Satisfecha y tranquilizada, ahora creía que Gary tenía buenas posibilidades de vivir.

      El tratamiento con oxígeno hiperbárico

      En la terapia con el oxígeno hiperbárico se somete el cuerpo entero a un ciento por ciento de oxígeno bajo mayor presión que la de nuestra atmósfera, que equivale a poco más de un kilo por centímetro cuadrado al nivel del mar. La elevada presión disuelve el oxígeno en los tejidos y fluidos del cuerpo en concentraciones mucho más altas que lo normal. El aparato que se usa para esto es un tanque cilíndrico construido de metal pesado con una cúpula de cristal grueso que le permite al paciente ver para fuera y a los que están afuera ver para dentro. La puerta circular de la cámara es extremadamente gruesa y se parece a la puerta de una bóveda de seguridad en un banco. Un sistema de intercomunicación hace posible la comunicación.

      Se empieza la compresión lentamente y se va aumentando poco a poco hasta que se alcanza el nivel prescrito. Los tímpanos experimentan una sensación parecida a lo que se siente al ir en auto subiendo o bajando de una montaña. Durante los primeros cuantos días Gary recibió el tratamiento cada seis horas, día y noche. Al fin de cada tratamiento, se sentía vigorosamente estimulado.

      El cuarto día al regresar Gary de su tratamiento a las ocho de la noche, la enfermera, como de costumbre, le hizo el recuento de glóbulos sanguíneos. La indicación causó alguna excitación... el nivel hematócrito había subido un punto de porcentaje completo, de 10 a 11. Aunque esto todavía era peligrosamente bajo, las noticias nos animaron mucho a las dos. Para el día octavo de tratamientos su recuento llegó a 19, suficientemente alto para transferirlo de Cuidados Intensivos al Aislamiento.

      Una mañana al despertar Gary ocurrió una señal innegable de que mejoraba de salud. “¿Tienes ganas de desayunarte esta mañana?” pregunté alegremente. Desde el accidente no había podido retener nada de lo que comía. Su respuesta me hizo saltar de la silla que usaba como cama, pues dijo: “Sí, creo que sí.”

      “Bueno, muy bueno,” dije efusivamente. El que le volvieran las ganas de comer reforzaba la prueba de que iba a vivir. Contrario a la opinión médica popular, había sobrevivido sin sangre, y, al mismo tiempo, había evitado las complicaciones, a veces fatales, que muchas veces ocurren cuando se dan transfusiones de sangre. Pero, por supuesto, la razón por la cual rehusamos sangre era la ley de Dios a los cristianos: “Sigan absteniéndose . . . de sangre.”—Hech. 15:28, 29.

      Otra crisis

      Antes que sacaran a Gary de la Unidad de Cuidados Intensivos, Bryan empezó a tener mucha fiebre. Tenía hinchada la fontanela, la parte blanda del cráneo, indicación de que se ejercía presión sobre el cerebro... uno de los primeros indicios de la meningitis espinal. Sentí una ola de horror y repugnancia descender sobre mí cuando la médica asistente anunció que necesitaba una transfusión de plaquetas sanguíneas. Me explicó que por estar tan bajo su recuento de plaquetas, el ejecutar el drenaje espinal presentaba el peligro de causar hemorragia, y posiblemente resultara en parálisis.

      La primera vez que habíamos permitido que Bryan se quedara en este hospital se había obtenido una orden judicial para quitar a Bryan de bajo nuestra custodia. Pero en esa ocasión no se le dio sangre porque ninguna cantidad hubiese sido útil. Bryan no podía manufacturar adecuadamente sus propias plaquetas. De modo que habíamos llegado a un acuerdo con el médico que trataba a Bryan de que no se le diera sangre.

      Por fin llegó el médico con quien habíamos hecho el acuerdo. Le relaté brevemente lo que había pasado. Dijo que seguiría con el drenaje espinal sin sangre. Así de sencillo fue... no se le daría sangre. No obstante, existía la posibilidad de morir desangrado y de parálisis. Se envió el fluido espinal al laboratorio, y se enteraron de que Bryan tenía meningitis viral. Di un suspiro de dolor.

      Un cambio dramático

      Desde que habíamos hecho el primer análisis de las plaquetas de Bryan el día en que descubrimos su enfermedad, su recuento había permanecido sin cambiar en 4.000 por milímetro cúbico. Pero unos cuantos días después de su ataque de meningitis, un análisis de su sangre reveló un cambio dramático. Con rostro alegre, el médico informó: “El recuento de Bryan subió un poco.”

      “¿Sí?” exclamé.

      “Sí,” continuó. “Subió hasta 25.000.”

      Me sentí muy excitada, y quería creer que Bryan viviría. Pero habíamos perdido toda esperanza porque se nos había dicho que muy pocos habían sobrevivido a esta enfermedad, por lo menos de que supiera el médico. Apenas podía contenerme al decirle a Gary las buenas nuevas de que había aumentado el recuento de las plaquetas de Bryan. “Eso todavía no es bueno, Jan,” dijo categóricamente, sin que le afectara mi entusiasmo. Trataba de protegerme. Uno de los médicos declaró que había una posibilidad en mil millones de que Bryan sobreviviera.

      Pasó una semana. Llevamos a Bryan para que le hicieran otro análisis de sangre. ¡Esta vez el recuento de sus plaquetas era de 50.000! Y uno tras otro los análisis semanales continuaron mostrando un aumento. El siguiente análisis indicó la cantidad abrumadora de 193.000; la semana siguiente 309.000. Por fin llegó a 318.000, que se considera normal. Los médicos se asombraron tanto que decían: ‘Aquí viene ese Niño Único,’ y: ‘Nos está haciendo a todos testigos de Jehová.’ Hasta atribuyeron el cambio en la condición de Bryan a ‘un milagro.’

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