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¿Cómo saberlo?¡Despertad! 1983 | 8 de octubre
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¿Cómo saberlo?
“Si las cosas siguen como van, para el año 2000 el mundo estará...”
ESA clase de pronósticos se ha hecho común hoy día. Libros, revistas, artículos de periódicos y programas de radio y televisión sobre ese tema saturan el mercado. A los “futurólogos” profesionales, semejantes a los adivinos de las antiguas cortes, se les paga por predecir el futuro. Y la cantidad desconcertante de hechos y cifras frecuentemente contrapuestos que ellos producen deja a la mayoría de la gente preguntándose, precisamente, qué creer.
La gran mayoría de esos pronósticos pintan un cuadro de pesimismo y ruina para el futuro. Describen la explosión demográfica, la escasez de alimento, la contaminación ambiental, la crisis energética, la guerra nuclear, y así por el estilo. Por ejemplo, el Global 2000 Report (de 800 páginas), publicado por el gobierno de los Estados Unidos, advirtió que el tiempo se está acabando rápidamente, y “a menos que las naciones colectiva e individualmente den pasos denodados e imaginativos [...] el mundo tiene que esperar una entrada agitada en el siglo XXI”.
El Programa Ambiental de la ONU presentó un cuadro parecido en un informe de 637 páginas. En éste se habló de “un mundo enfermo y atestado, los habitantes neuróticos del cual continúan contaminando el aire y ensuciando el agua mientras inventan métodos más eficaces para matarse unos a otros”, según el Globe and Mail, de Toronto, Canadá.
Por otra parte, hay peritos igualmente capacitados que consideran que los informes de ese tipo son sólo alaridos de calamidad que no se basan en la realidad. Opinan que son crasas exageraciones que funcionarios de agencias internacionales hacen con el fin de aumentar los fondos con que cuentan. La tecnología —dicen ellos— hallará los medios de compensar las escaseces, y las cosas se solucionarán por sí solas.
Es interesante notar, sin embargo, que con mucha frecuencia los peritos de un lado de la cuestión y los del otro lado se valen de los mismos datos y llegan a conclusiones completamente contrarias. Por ejemplo, en el libro The Ultimate Resource, Julian Simon, economista, sostiene que aunque “siempre habrá crisis por escaseces debido a las condiciones atmosféricas, la guerra, la política y las migraciones demográficas”, éstas solo serán de corto plazo. “Una mayor necesidad de recursos —afirma él— generalmente resulta en una aptitud que se desarrolla constantemente con el fin de conseguirlos, ya que adquirimos conocimiento durante el procedimiento.” Y a medida que aumente la población, añade él, “habrá más personas que resuelvan estos problemas y nos proporcionen a la larga el beneficio de costos más bajos y menos escasez”.
Garret Hardin, perito en asuntos ambientales y muy conocido por su ‘ética de sobrevivir a toda costa’, defiende una opinión completamente contraria. Afirma que lo que tenemos es una “civilización sólo de apariencia... una capa de algo bueno por encima, y basura por debajo”. Así refuta de manera clásica el argumento de que cuanta más gente haya, más personas que resuelvan los problemas habrá: “La población actual de Inglaterra es 11 veces mayor que en los días de Shakespeare... pero ¿hay 11 veces más Shakespeares? ¿Hay siquiera un solo Shakespeare?”.
A medida que examinamos los pros y los contras, notamos un rasgo común que sobresale entre todo esto: el reconocimiento de que la humanidad está afrontando hoy, como nunca antes, amenazas y problemas abrumadores, y que hay que hacer algo urgentemente. Mientras los peritos discuten qué hacer, millones de personas sufren y mueren a causa de la desnutrición y las enfermedades, se extinguen más plantas y animales, se contaminan el aire y el agua, y se extienden los arsenales de armas nucleares de las naciones.
Es de poco consuelo saber que el porcentaje de personas que mueren por una razón u otra es menor hoy día, cuando ese porcentaje equivale a millones de vidas. O que el nivel de vida en sentido material está mejorando en algunas zonas, cuando la mayoría de la humanidad todavía vive en extrema pobreza y privación, sin esperanza alguna de mejoramiento.
Hasta en las pocas zonas donde hay abundancia relativa es difícil decir si la calidad de la vida está mejorándose de alguna manera. La gente de esas zonas tal vez no tenga que luchar por conseguir alimento y combustible, pero vive en constante temor de ser aniquilada en una guerra nuclear. El delito, la violencia y el vandalismo amenazan diariamente la vida y la propiedad de esas personas. La inflación consume sus riquezas. El divorcio y la delincuencia juvenil arruinan sus familias. Y la lista es interminable.
En nuestra búsqueda de conocimiento acerca del futuro es esencial que comprendamos la diferencia entre lo que de veras está sucediendo y lo que algunas personas piensan o prometen que sucederá. Debemos basarnos solo en hechos, no en la especulación de alguien. Niels Bohr, ganador del premio Nobel de física, dijo una vez: “La predicción es muy difícil, especialmente en cuanto al futuro”. Las frases: “Si las tendencias actuales continúan”, o: “A menos que se haga algo”, que se ven frecuentemente en los pronósticos tocante al futuro, nos revelan que un futuro mejor no depende solamente de hallar los medios de solucionar los problemas de hoy día, sino también de si estamos dispuestos a obrar en armonía con ellos.
¿Han hecho todos los rumores sobre un juicio final que los pueblos y las naciones tomen medidas al respecto? ¿Estarán dispuestos a tomarlas?
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Lo que dice el pasado acerca del futuro¡Despertad! 1983 | 8 de octubre
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Lo que dice el pasado acerca del futuro
EL FUTURO ha sido un tema popular por mucho tiempo. Visite cualquier biblioteca y probablemente hallará un anaquel lleno de libros sobre dicho tema. Una mirada más de cerca revelará que muchos de esos libros fueron escritos hace 20 o hasta 30 años. Por ejemplo, 1984, novela satírica de George Orwell que se publicó en 1949, pintó el cuadro de una sociedad deshumanizada bajo un régimen totalitario. Y en 1962, el libro Silent Spring, de Rachel Carson, llamó la atención de todo el mundo a los peligros de la contaminación ambiental causada por el uso sin restricción de productos químicos. Desde entonces, la lista de los campeones de venta ha estado atestada de libros acerca del futuro.
Pero ¿qué han logrado todos esos pronósticos y advertencias? ¿Han movido al público y las autoridades a tomar medidas para refrenar los problemas y salvaguardar el futuro? Paul Ehrlich, autor del campeón de venta The Population Bomb y quien desde los años sesenta ha escrito sobre cuestiones ambientales y las ha difundido, dijo esto: “En ciertos sentidos, hemos progresado mucho. Tenemos la Ley Nacional sobre Política Ambiental, tenemos informes sobre repercusiones en el ambiente, y así por el estilo. Pero el progreso no ha sido ni siquiera lo suficiente para mantenerse al mismo ritmo en que estamos haciendo añicos las cosas [...] Supongo que he gastado mucha saliva en balde”. Resumió sus esperanzas en cuanto al futuro así: “Si el número 10 equivale a ser completamente optimista, y el número uno equivale a ser completamente pesimista, le asignaría cerca de uno y dos décimas”. Así que todos los libros, informes, estudios y congresos de las últimas décadas no han contribuido mucho a cambiar el modo de pensar y la actitud que tiene la mayoría de la gente en cuanto al futuro.
Por qué no son escuchadas las advertencias
¿Por qué han seguido deteriorándose las condiciones mundiales a pesar de todo lo que nos dicen los peritos? ¿Pudiera deberse a que la mayoría de la gente hoy día es indiferente a su futuro? Aunque parezca extraño, eso es precisamente lo que han descubierto los investigadores... lo que de veras preocupa a la mayoría de la gente es el día de hoy, más bien que el futuro.
Por ejemplo, cierto artículo de Psychology Today, intitulado “El futuro puede arreglárselas”, da los resultados de una encuesta nacional e informa: “Quizás a un grado nocivo, el presente dominaba los pensamientos [de la gente]. Las cuestiones económicas desplazaron a todas las demás inquietudes... incluso el delito, la religión, la paz en el mundo”. La encuesta halló, por ejemplo, que cuando a las personas se les preguntó qué era lo que más deseaban en la vida, en proporción de cinco a una tuvieron tendencia a mencionar con más frecuencia un mejor nivel de vida para sí que un futuro mejor para sus hijos.
No puede pasarse por alto el efecto que ha tenido en ello la difundida práctica de falsear la información, o hasta tergiversarla, por parte de gobiernos, negocios, industrias, y así por el estilo. No es raro, por ejemplo, que no se revelen los efectos dañinos de algún producto (como el asbesto) o algún proyecto (como en el caso de centrales nucleares). O puede que se empleen astutas campañas publicitarias, incluso tácticas que siembren pánico, para engañar al público y hacerle creer falsedades, o para que haga caso omiso de advertencias bien fundadas. Aun si se descubre la verdad al final, el efecto resultante es que el público se vuelve escéptico y cínico para con los peritos, y llega a estar cada vez menos dispuesto a hacer algún cambio o sacrificio en nombre del futuro.
Así que, en general, parece que la gente enfoca su interés e inquietud en el presente y en sí misma. Claro, la gente piensa en el futuro, pero la mayoría de las personas creen que no pueden hacer mucho al respecto. Lo que les importa es el asunto del diario vivir y lo que pueden sacar de la vida ahora. El futuro tendrá que cuidar de sí mismo, opinan ellas.
Resultados de la inacción
Ese estado de ánimo desempeñó un papel importante en dirigir el curso de los acontecimientos que han llevado a las críticas condiciones mundiales que vemos hoy día. Muchas de las graves amenazas que se interponen en la consecución de un futuro mejor —la guerra nuclear, la contaminación ambiental, el delito y la violencia, para mencionar solo unas cuantas— son el resultado de haber hecho caso omiso de las advertencias que se han dado y de haber encubierto algunos hechos por décadas. Considere, brevemente, unos cuantos ejemplos.
Desde hace mucho tiempo se ha reconocido la amenaza de una guerra nuclear y los peligros de la carrera internacional de armamentos. Se han hecho protestas y se han dado advertencias durante muchos años. En 1964, hace casi 20 años, dos eminentes científicos estadounidenses que sirvieron de consejeros al presidente señalaron con las siguientes palabras la locura de la carrera de armamentos: “De modo que ambos bandos en la carrera de armamentos se enfrentan al dilema de aumentar constantemente el poderío militar y menguar constantemente la seguridad nacional. [...] Es fácil predecir que sin duda la carrera de armamentos seguirá un curso en descenso constante en espiral hasta terminar en destrucción total”. En otras palabras, mientras más se arman las naciones, menos seguras se sienten, y el resultado final es una catástrofe.
Pero ¿se ha tomado en serio ese consejo? En un discurso que pronunció recientemente ante el parlamento británico, el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, declaró enfáticamente: “Nuestra fortaleza militar es una condición previa para la paz”. Ése es aparentemente el punto de vista que tienen también la mayoría de los gobiernos hoy día, pues, en nombre de la seguridad nacional, las naciones se han dedicado a equiparse con armas de guerra cada vez más mortíferas... de tipo nuclear, químico, biológico y otros. Siguiendo el ejemplo de las superpotencias, varias naciones en vías de desarrollo no están lejos de unirse al club de naciones que tienen armas nucleares. El resultado es que ninguna nación se siente ya segura, y todo eso está llevando al hombre y su hogar, la Tierra (como la conocemos), al borde de la destrucción total.
Por muchos años los peritos en asuntos ambientales han criticado los efectos devastadores que el desarrollo tecnológico ha tenido en el aire, el agua, el suelo, la fauna y la flora. Pero el aliciente de las ganancias y las condiciones de vida superiores resultaron ser muchísimo más atrayentes. La gente razona que si un proyecto crea empleos y rinde ganancias, entonces puede hacerse caso omiso de cualquier daño que tal vez cause al ambiente o a la salud el proyecto. Un ejemplo apropiado que viene al caso es lo que ocurrió en Minamata, Japón. A principio de los años cincuenta se descubrió que el alto nivel de mercurio metílico en los pescados que comían los habitantes de aldeas pesqueras cercanas a esa ciudad resultó en el grave deterioro de su sentido del oído, la vista y el habla, y en cuerpos y miembros deformes entre los infantes y las personas mayores. El mercurio provino de los desechos industriales de las fábricas de la zona. No se tomaron medidas sino hasta que otro brote, en Niigata, Japón, movió al gobierno a establecer una agencia para el control de la contaminación ambiental.
Incidentes como ésos se han repetido muchas veces por todo el mundo. Y muchos de ellos abarcan problemas mucho más graves, como la lluvia ácida, la reducción de la capa de ozono, el aumento en la concentración de bióxido de carbono en la atmósfera y la eliminación de los desechos tóxicos. El resultado final no es solo el daño físico que han experimentado los habitantes de varias aldeas pesqueras japonesas, sino la descomposición potencial de todo el sistema que sustenta la vida en la Tierra. No obstante, “hoy día alrededor del mundo todavía existe una actitud de complacencia en cuanto al estado del ambiente”, dice James A. Lee, director de asuntos ambientales, que trabaja para el Banco Mundial. “A pesar de que la gente ha tenido presente a mayor grado la cuestión durante la última década —añade él—, los asuntos ambientales no se consideran, por alguna razón, suficientemente serios, o las consecuencias parecen relegarse al futuro distante.” La gente y las naciones están demasiado enredadas en las cuestiones económicas y políticas de la actualidad para preocuparse por el futuro.
Se pueden citar otros ejemplos, incluso la enferma economía mundial y el delito y la violencia desenfrenados, que afectan grandemente la calidad de la vida. Dicho llanamente, gran parte de todo eso es consecuencia de la búsqueda insaciable de placer y riqueza por parte de la gente... ahora. Por querer “hacer lo suyo”, hay personas que renuncian a toda norma y restricción, lo cual lleva a desplegar total indiferencia hacia la propiedad y la vida ajenas. Y, por desear tenerlo todo ahora, la gente —y los gobiernos— se precipitan a comprar muchas cosas a crédito, lo cual conduce a una inflación galopante, que puede devaluar por completo lo que tienen. Mientras exista el modo de pensar de “yo primero” y “ahora”, es poco probable que el futuro encierre algo mejor.
Lecciones que aprender
¿Qué podemos aprender de todo lo que se ha considerado aquí? ¿Qué nos dice acerca del futuro el pasado?
En primer lugar, a pesar del hecho de que hoy día se puede conseguir fácilmente muchísima más información acerca de tendencias y peligros, es muy improbable que la gente obre de modo diferente a como lo hizo en el pasado. Se seguirá haciendo caso omiso de gran parte de la información, tal como ha sucedido anteriormente. Si un futuro mejor depende de la disposición de la gente a hacer sacrificios y cambiar de modo de vivir (ése es el caso, según lo reconocen muchas autoridades), entonces tenemos poca razón para ser optimistas. La condición “a menos que se haga algo”, que forma parte de los pronósticos acerca del futuro, descansa sobre una base muy inestable.
Sin embargo, más serio aún es el hecho de que muchas de las dificultades que afrontamos hoy día son consecuencia directa de la evidente falta de perspicacia de gobiernos, agencias y personas particulares. Muchas de las investigaciones, los congresos y las comisiones especiales trabajan a menudo con objetivos opuestos, a la vez que compiten por fondos y reconocimiento. Y, a lo más, simplemente tratan los síntomas. No hay ningún gobierno, agencia o individuo en la Tierra que sea lo suficientemente sabio, poderoso e influyente como para trazar el derrotero que debe seguirse y efectuar los cambios necesarios para un futuro mejor.
¿En qué situación nos deja todo eso? ¿Qué esperanza hay de un futuro mejor?
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