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  • El mal—¿le ablanda o le endurece?
    La Atalaya 1962 | 1 de marzo
    • cierto? No, solamente Dios puede hacer eso. El sufrir lo malo debería ablandarnos, hacer que seamos más compasivos para con otros, más contritos para con Dios. Si dejamos que el mal nos endurezca, entonces estamos poniéndonos de parte de Satanás, porque estamos permitiendo que el mal nos aparte de Dios, lo cual es exactamente lo que Satanás se jactó que podría lograr por medio de infligir mal a la humanidad.—Mat. 22:39.

      ANTÍDOTOS

      ¿Cómo podemos impedir que el mal nos endurezca, y, en vez de eso, dejar que nos ablande? Una manera es por medio de tener presente ejemplos bíblicos de personas que sufrieron el mal y no obstante no permitieron que los endureciera. Los antiguos israelitas en la esclavitud en Egipto no permitieron que el mal los endureciera, sino más bien clamaron a Dios por ayuda. Él los oyó y a su debido tiempo los libró. (Éxo. 2:23) La fe y la oración son, por lo tanto, dos de las ayudas más grandes para dejar que el mal nos ablande en vez de que nos endurezca. Sí, tenga fe en que “solo un poco más de tiempo y ya no existirá el inicuo. . . Pero los mansos mismos poseerán la Tierra.”—Sal. 37:10, 11.

      Hoy día muchos sufren males políticos, económicos o sociales injustamente. Pero más bien que dejar que cualquiera de estas cosas o todas ellas les endurezcan y hagan que amargamente dediquen su vida entera a la lucha contra estos males, ellos dejan que estos males les ablanden de modo que acudan a Dios por ayuda. Entonces cuando Sus testigos les visitan están dispuestos a recibir las buenas nuevas del reino de Dios y como resultado se hacen más felices aun mientras aguantan tales males que lo que jamás hubieran podido ser si se hubieran librado de los males pero continuado sin la esperanza del reino de Dios.

      Otra gran ayuda a que el mal nos ablande y no que nos endurezca es la humildad. La humildad nos hace blandos, flexibles, dóciles, capaces de “doblarnos” en buena dirección. El mal hace que los orgullosos se endurezcan, como sucedió en el caso de Faraón, de modo que no puedan doblarse sino que se hiendan y se quiebren bajo la tensión. El mal roba a los orgullosos todo el gozo de la vida. ¡Qué insensatos! Los humildes, por otra parte, aprecian que la vida vale la pena hasta con sus males, y por eso siguen el derrotero sabio de sacar el mayor provecho posible de las circunstancias. Se mantienen blandos, de genio apacible y sumisos.

      El cultivo de las cualidades excelentes de la paciencia, el aguante y longanimidad también nos ayudará a mantenernos blandos a pesar de los males. Considere cuán sufrido fue Jehová con el género humano descarriado antes del Diluvio, con la nación de Israel, y ahora es con el mundo inicuo actual. Si el Todopoderoso Dios, quien podría poner fin a los males inmediatamente, está dispuesto a aguantarlos, y deben de afligirle mucho más a él que a cualquiera de sus hijos terrenales imperfectos, entonces seguramente deberíamos procurar cultivar la paciencia, el aguante y la longanimidad para poderlos aguantar sin quejarnos. Apreciando los buenos motivos de Dios para permitir el mal—la vindicación de su nombre y la salvación de criaturas —podemos evitar que el mal nos endurezca.

      Pero, sobre todo, se necesita amor si quisiéramos que el mal nos ablande en vez de que nos endurezca. El amor para con Dios hará que nos sometamos a todo cuanto permita él que nos sobrevenga en cuanto al mal. El amor a nuestro prójimo hará que nos hagamos cargo de las maneras en que él pudiera habernos perjudicado. Y seguramente, si hemos de ‘amar a nuestros enemigos y orar por los que nos persiguen’ no podemos permitir que nos endurezcamos para con ellos, ¿no es así? Por lo tanto, no olvidemos nunca esto: “El amor es sufrido y servicial. . . . No lleva cuenta del daño.”—Mat. 5:44; 1 Cor. 13:4, 5.

      El dejar que el mal nos ablande es el único proceder sabio. Conduce al contentamiento, paz de corazón y mente, y paz y unidad con nuestros congéneres. Por otra parte, el dejar que el mal nos endurezca es imprudente y obra daño a nosotros mismos así como a otros. Es el proceder del orgullo, de la presunción y del egoísmo. La fe, la oración, la humildad, el aguante paciente y el amor a Dios y al prójimo nos mantendrán blandos. Al mantenernos blandos, seremos recipientes de las bendiciones de Dios tanto ahora como en su nuevo mundo cuando el mal ya no existirá más.

  • Siguiendo tras mi propósito en la vida
    La Atalaya 1962 | 1 de marzo
    • Siguiendo tras mi propósito en la vida

      Según lo relató Haraldo A. Morris

      A LA edad de dieciocho años el muchacho está lleno de ambiciones que espera realizar algún día. La vida está delante de él. La vejez, la debilidad y la muerte están muy alejadas de sus pensamientos. Muy a menudo se considera mucho más sabio de lo que realmente es. Es muy improbable que él dé consideración al consejo del sabio rey Salomón a menos que esté consciente de su necesidad espiritual. “Recuerda, ahora, a tu magnífico Creador en los días de tu juventud como hombre,” dijo Salomón. Pues bien, yo era uno que no pensaba en absoluto en este consejo. Es verdad que fui criado en lo que se consideraba un hogar cristiano, pero me faltaba mucho en cuanto a lo espiritual.

      Mientras se graduaban mis compañeros de clase de la escuela secundaria, yo estaba en el hospital sometiéndome a una operación de emergencia en el apéndice. Esto me retuvo en el hospital por un mes, y pasé otro mes recuperándome en casa. Ya que no me fue posible asistir al colegio ese otoño, me empleé en otro pueblo. Fue aquí que conocí a un testigo de Jehová y comencé a aprender acerca de los maravillosos propósitos de Jehová de restaurar la Tierra a un estado paradisíaco. Lo visité repetidamente para embeber más conocimiento acerca de las maravillosas verdades de la Palabra de Dios. Fue este conocimiento lo que le dio a mi vida un propósito que vale la pena.

      Una noche el testigo me invitó a acompañarle al estudio de La Atalaya. Acepté en el acto la invitación. Ya que yo estaba acostumbrado a servicios religiosos tradicionales, el primer estudio de La Atalaya me pareció extraño. Se veía claramente, sin embargo, que todos los que estaban allí eran estudiantes de la Biblia. La sinceridad y amigabilidad eran desemejantes a todo cuanto había conocido antes. Después del estudio la congregación hizo arreglos para asistir a una asamblea de zona que había de celebrarse en Indianápolis de allí a dos semanas. Esa asamblea hizo en mí una impresión profunda. Nunca antes había visto yo a tantas personas felices y consideradas. Esto ayudó a convencerme de que eran el pueblo de Jehová. Seis meses más tarde, en la siguiente asamblea de zona, por medio de ser bautizado tomé un paso importante hacia adelante en lo de seguir tras mi propósito en la vida.

      Mientras yo hacía planes para ser precursor, mis padres pensaban que estaba fuera de juicio al dejar un buen empleo para ir a predicar. Opinaban que eso era exagerar la religión. Un hermano joven de la congregación se decidió a ir conmigo a Greenville, Carolina del Norte. Fue una sensación maravillosa la de desligarme y comenzar a seguir tras mi propósito en la vida en la obra de predicación de tiempo

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