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  • ¿Son cristianos los testigos de Jehová?
    La Atalaya 1960 | 15 de septiembre
    • Estas cosas y algunas otras que los testigos de Jehová creen, aunque son diferentes a las creencias ortodoxas de la cristiandad, son bíblicas. Son cosas que la Palabra de Dios da a conocer y no provienen de religiones paganas de tiempos antiguos. Por sus creencias y sus actividades los testigos de Jehová prueban que son verdaderos cristianos. Ellos llenan las calificaciones bíblicas del cristiano. Su meta principal es la de predicar las buenas nuevas del reino de Dios “en toda la tierra habitada con el propósito de dar un testimonio a todas las naciones.” De esta manera y de muchas otras ellos siguen cuidadosamente en las pisadas de Cristo como se requiere de los cristianos verdaderos.—Mat. 24:14.

  • Siguiendo tras mi propósito en la vida
    La Atalaya 1960 | 15 de septiembre
    • Siguiendo tras mi propósito en la vida

      Según lo relató Jaime O. Webster

      EL 12 de junio de 1934 todavía se destaca como el primer Día Grande de mi vida, porque en ese día yo (junto con mis padres y dos hermanos) simbolicé mi dedicación para servir a Jehová. Mi padre había sido “estudiante de la Biblia” desde 1918, el año en que nací. A la edad de siete me llevó a escuchar a un “peregrino” que habló acerca del “profeta Jonás.” Eso me puso en marcha, y nunca más volví a la escuela dominical bautista. Prefería quedarme en casa y escuchar a mi padre leer la Biblia y contestar mis preguntas.

      Pero mi progreso era lento, debido a que vivíamos en una granja a cincuenta y seis kilómetros del pueblo. En aquellos días de malos caminos en el norte de Montana los testigos de Jehová nos visitaban solamente una o dos veces al año, y no fue sino hasta que terminé los años de educación primaria que por fin tuve suficiente conocimiento y coraje para hacer una declaración pública de mi fe y predicar de puerta en puerta. Para mí la dedicación fue un paso serio, y sabía lo que significaba. Desde entonces en adelante, el seguir tras mi propósito en la vida, el servir a Dios, ocupaba mi mente.

      A fines de 1933 salimos de Montana y nos dirigimos al sur de Misurí y allí pasamos dos años felices. Mi padre emprendió la obra de “sharpshooter” (equivalente al ministerio de tiempo parcial de hoy en día) y mis hermanos y yo nos hicimos muy activos en el servicio.

      A la edad de diecisiete, al volver a la “Montana querida,” trabajé de noche en un molino harinero durante tres años. Siempre predicaba la Palabra en el trabajo, pero casi todos los trabajadores se mofaban. Por supuesto, yo aprovechaba los fines de semana y el tiempo libre para predicar de la manera regular, y fui bendecido con el privilegio de llegar a ser un “siervo de equipo sonoro” en la congregación de Great Falls (Montana) y eso quería decir, entre otras cosas, llevar a un grupo de publicadores en el automóvil con equipo parlante para trabajar los muchos pueblos pequeños en nuestro vasto territorio. Como término medio lograba dedicar unas veinticinco horas al mes al servicio, pero por alguna razón no estaba enteramente satisfecho. Puesto que era soltero libre de responsabilidades, me parecía que debería estar haciendo más. Pero, ¿qué y cómo? No lo sabía.

      Temprano en 1938, en Seattle, Wáshington, asistí por primera vez a una asamblea grande. Los discursos serios de José F. Rutherford acerca de servicio me hicieron pensar profundamente. Allí conocí también a muchos precursores e intimé mucho con ellos. Me despertaron, me convencieron de que yo también podía vencer las dificultades. Al regresar de Seattle al molino harinero, informé a mi capataz ateo de que iba a dejar el molino después de la actividad aumentada del otoño para ir a predicar las buenas nuevas del reino de Dios como trabajo de tiempo cabal. Me dijo que yo estaba loco e hizo todo lo posible para hacerme cambiar de opinión; pero no hubo caso. Me había decidido a seguir tras mi propósito en la vida y, mediante la ayuda de Jehová, tenía confianza de que podría permanecer en ello hasta el Armagedón. Hoy, después de veinte años de servicio ininterrumpido de precursor, puedo decir sinceramente que ni una vez me he arrepentido de haber emprendido el precursorado. Hoy, más que nunca antes, estoy convencido de que el ser precursor es la —única vida verdadera para el verdadero siervo de Jehová que quiere ser feliz. Cuando uno se resuelve a estar satisfecho y se determina a permanecer firme, Jehová le derrama bendiciones tan abundantes que los que no son precursores jamás lo pueden comprender. Pregúnteselo a algún precursor genuino de tiempo cabal; ¡él le dirá que es verdad!

      El precursorado es maravilloso, pero no es siempre fácil, especialmente no al principio. Por ejemplo, yo, como muchacho campesino más bien tímido, abandoné el hogar por la primera vez cuando emprendí el precursorado a la edad de veinte años. Fue un cambio grande. Para ese invierno mi territorio me llevó unos 2,900 kilómetros de mi hogar hasta el sur de Misurí. Fue un momento difícil para mí cuando el tren partió a la medianoche del 1 de diciembre de 1938 y agité la mano en despedida a mi familia y amigos. Pensé otra vez en las palabras de Jesús registradas en Mateo 10:37-42. Ese primer mes pasé por pruebas, sí, muchas. Me sentía un tanto temeroso, nervioso; pero seguí adelante, predicando y orando. De repente me di cuenta de que debería confiar más en Jehová, no en mis propias fuerzas. Zacarías 4:6 me aclaró bien el asunto; me hizo confiar en el espíritu de Jehová. Desde entonces todo se me hizo más fácil.

      Después de unos cuantos meses terminé mi asignación original y volví a Montana. Allí asistí a una “asamblea de zona” y me asocié con un precursor nuevo como compañero. (Al principio no tuve compañero.) Nuestra asignación fue territorio aislado a lo largo de la frontera de Montana y el Canadá. Todo fue muy interesante y gozoso. Colocamos cajas de literatura, y gradualmente percibimos resultados a medida que continuamos con revisitas y estudios.

      A veces cambiaba de compañero o trabajaba sin compañero, puesto que a algunos se les hacía demasiado difícil. Pero con mi automóvil viejo seguía adelante, cambiando literatura por gasolina o víveres y durmiendo en la pradera si no me hallaba cerca del hogar de alguien de buena voluntad. Cuando llegaban las heladas me dirigía a la ciudad.

      Entonces vinieron Pearl Harbor, la guerra, reclutamiento. Ahora vivía en Helena (Montana) y otra vez vi la mano de Jehová sobre sus siervos activos. Mientras que muchos de mis amigos testigos que estaban asociados con congregaciones pasaron esos años encarcelados, el nombre mío estuvo en la lista de ministros de tiempo cabal a quienes el gobierno estadounidense dio exención; de manera que yo estuve afuera y libre y tuve el privilegio en varias ocasiones de acompañar al representante especial de la Sociedad, A. H. Macmillan, en sus visitas al campamento de prisión en el estado de Wáshington.

      A propósito, mientras tanto mis dos hermanos se hicieron precursores y los tres trabajamos juntos en Montana y

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