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  • El precio de la libertad
    ¡Despertad! 1985 | 22 de octubre
    • había peleado con uno de los hombres y luego había violado a la esposa de este. Pedí permiso para preparar algo de alimento, y todos comimos un poco. Al amanecer, el jefe de los piratas nos dejó ir, y proseguimos hacia Malaysia.

      En Malaysia

      Cuando los representantes de nuestra embarcación fueron a tierra a pedir permiso para desembarcar, se lo negaron. Los oficiales nos amenazaron con echarnos a la prisión si desembarcábamos. Mientras tanto, los habitantes de la localidad que estaban en la playa se acercaron a examinarnos con curiosidad. Les asombraba saber que semejante embarcación hubiera podido cruzar el océano. Sabían quiénes éramos, pues había habido otros refugiados procedentes de Vietnam. Nos lanzamos al agua para quitarnos la suciedad de una semana, riéndonos y divirtiéndonos ante una creciente cantidad de espectadores.

      De repente, un extranjero rubio de alta estatura nos llamó desde la playa y prometió enviarnos alimento, agua potable y medicinas. “Si los malayos no les permiten venir a tierra —gritó él—, destruyan la embarcación y naden hasta la orilla.” El extranjero cumplió su palabra, pues esa misma tarde llegó una pequeña embarcación con comida y agua potable, y también vino una enfermera que llevó a los enfermos al hospital y los trajo de vuelta aquella noche. ¡Qué alegría! ¡De seguro que no moriríamos de hambre!

      Para que resultara imposible irnos, a escondidas dañamos el motor de nuestra embarcación. Después que las autoridades lo examinaron al día siguiente, dijeron que nos llevarían a un lugar donde se podía reparar. Nos remolcaron a un río que conduce a un enorme lago y nos dejaron allí. Pasaron tres días, y se nos agotó la comida... el extranjero no nos había hallado. De modo que, aunque el dueño de la embarcación quería salvarla para venderla, decidimos hundirla y nadar hasta la orilla.

      ¡Oh, qué calurosa fue la bienvenida de los habitantes! Habían estado observando nuestra embarcación, y cuando todos llegamos a salvo a la orilla, corrieron a nuestro encuentro llevándonos pan, galletas y arroz. Nos quedamos un día en el lugar adonde llegamos a tierra, y luego nos transfirieron a campamentos de refugiados. Allí nos enteramos de que el extranjero bondadoso que habíamos visto en la playa no era otro sino el alto comisario de los refugiados del sudeste de Asia.

      Mis tres hijos y yo vivimos durante más de seis meses en los campamentos de refugiados de Malaysia, desprovistos de todo. Pero después pudimos emigrar a los Estados Unidos de América, donde vivimos actualmente. Pero ¿qué hay de la promesa que yo había hecho a Dios?

  • Cumplo con mi promesa a Dios
    ¡Despertad! 1985 | 22 de octubre
    • Cumplo con mi promesa a Dios

      NUNCA olvidé la promesa que había hecho a Dios casi 30 años antes... que daría mi vida para servirle si él me ayudaba. Y me parecía que él me había ayudado muchas veces. ¡Qué culpable me sentía de no pagar mi deuda a Dios!

      La vida en los Estados Unidos era tan diferente de la vida en Vietnam. ¡Qué bueno es poder disfrutar de la libertad... poder ir adonde uno quiera y cuando uno quiera! Sin embargo, me sentía completamente confundida por el modo de vivir materialista y su punto de vista científico. ¡Los valores morales parecían muy poco comunes! A diario los periódicos estaban llenos de informes acerca de terribles delitos... niños que habían matado a sus padres o viceversa, abortos, divorcios, y violencia en las calles. Todo esto me asustaba. ‘¿Por qué había tanta decadencia en un país tan favorecido con belleza y riqueza?’, me preguntaba.

      Ahora viejas preguntas me atormentaban más que nunca antes: ¿Realmente fue Dios quien creó al hombre? ¿Realmente somos hijos de Dios? Si lo somos, ¿por qué es él tan indiferente para con nuestras faltas? ¿Por

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