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Mi lucha con la esclerodermia¡Despertad! 2001 | 8 de agosto
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Mi lucha con la esclerodermia
RELATADO POR MARC HOLLAND
CINCO años atrás, nuestra familia estaba sumamente activa en el ministerio cristiano, y la vida nos sonreía.
De pronto, en abril de 1996, mi esposa y yo contrajimos la gripe. Aunque Lisa fue recuperándose poco a poco, yo no. A mí se me complicó hasta convertirse en una neumonía que duró diez semanas. Después empezaron a hinchárseme y dolerme las manos y los pies. Al caminar, me parecía que andaba sobre piedras. Unos meses antes —con 45 años y 75 kilos de peso— rebosaba de salud. Todas las pruebas que me habían efectuado en el chequeo anual habían salido normales. Los médicos no se explicaban lo que me pasaba. Cada vez me dolían más las articulaciones y los músculos, y para el mes de julio se me empezó a tensar la piel. Siempre tenía frío y no podía resistir el aire acondicionado.
Empezamos a hacer averiguaciones para hallar alguna explicación a esta extraña enfermedad. En julio de 1996, el médico de cabecera me envió a un reumatólogo. Fue tanto el frío que pasé en su consulta, que cuando me examinó, parecía que me había puesto guantes y calcetines azules. Al terminar, su diagnóstico fue desalentador: esclerodermia difusa. (Véase el recuadro “Esclerodermia: cuando el organismo se ataca a sí mismo”.)
El doctor explicó que la esclerodermia es una enfermedad incurable y con frecuencia letal. Es muy dolorosa, como el lupus y la artritis reumatoide, que también afectan al tejido conjuntivo. Y dado que algunos de sus síntomas —como el dolor y la intensa fatiga— no son visibles, las personas que rodean al paciente no suelen entender las limitaciones que esta enfermedad le impone.
Surgen nuevos problemas
Nuestra familia siempre había trabajado en equipo en el servicio de Jehová. Por ejemplo, nos habíamos mudado a una zona en la que había más necesidad de maestros de la Biblia. También habíamos tenido el privilegio de trabajar como voluntarios en la construcción de muchos Salones del Reino, tanto en Estados Unidos como en otros países. Incluso habíamos participado en labores de socorro en pro de damnificados extranjeros. De hecho, poco antes de contraer aquella gripe, habíamos decidido mudarnos a México para ayudar a los grupos de testigos de Jehová de habla inglesa y colaborar en los trabajos de construcción que se llevan a cabo en dicho país. Pero ahora todo indicaba que nuestra vida, tan activa en el servicio, iba a cambiar radicalmente.
Lisa veía recaer sobre ella más y más responsabilidades y decisiones importantes. A veces se sentía tan abrumada ante la rapidez con que todo sucedía, que no podía ni pensar. Solo le rogaba a Jehová: “Por favor, ayúdanos a tomar buenas decisiones en el día de hoy”.
Se desconocen las causas de esta enfermedad, y no hay tratamiento que la cure; solo se combaten los síntomas. Las pruebas indicaron que mi capacidad pulmonar era del 60%, y luego se redujo a tan solo el 40%. Los pulmones se me estaban endureciendo, y lo único que me ofrecían era someterme a quimioterapia para atenuar o evitar la respuesta inmunitaria. El tratamiento me provocaría otros trastornos, y aunque pudiera ayudarme a corto plazo, no había garantía de que los efectos llegaran a ser más duraderos. Así que decidimos rechazarlo, pues nos pareció que no compensaba. Aquella fue la primera de las cuatro veces que mi familia inició los preparativos para mi funeral.
Los efectos progresivos de la enfermedad
Algunos médicos dijeron que mi caso era el peor que habían visto. La evolución fue tan rápida, que para finales de septiembre de 1996 se me había tensado la piel desde la parte superior de la cabeza, bajando por todo el tronco hasta llegar a medio muslo, y desde los pies hasta las corvas. Cuando alzaba la barbilla, sentía que se me movía la piel de los muslos. Estaba perdiendo peso, y el dolor era insoportable. Los médicos solo me daban un año de vida.
Las horas transcurrían muy despacio. En los seis meses que pasaron desde que tuve aquella gripe, me había quedado totalmente discapacitado, postrado en cama las veinticuatro horas del día. Había perdido casi la tercera parte de mi peso. No podía vestirme solo. Tampoco podía comer debidamente, pues cuando trataba de llevarme la comida a la boca manchaba la ropa o las sábanas, lo cual me frustraba. Las manos se me iban cerrando como si fueran garras, y no podía doblar las muñecas. Tenía dificultades para tragar porque el esófago estaba perdiendo flexibilidad. Necesitaba ayuda para entrar y salir de la bañera, y también para sentarme y levantarme del inodoro. El dolor era espantoso y constante. Cada vez pasaba más tiempo durmiendo: había días que dormía entre dieciocho y veinte horas.
Lisa estuvo investigando por su cuenta y encontró un estudio sobre un tratamiento antibiótico para la esclerodermia.a Nos pusimos en contacto con muchos pacientes que lo habían probado, y sus comentarios fueron positivos. Así que copiamos toda la información, se la llevamos al doctor y le pedimos que la leyera. En vista de que yo no tenía nada que perder, me recetó los antibióticos. Lo cierto es que aquella terapia me estabilizó por un tiempo.
No abandonamos las actividades espirituales
Seguí esforzándome por asistir a las reuniones cristianas. Para facilitármelo, compramos una furgoneta, pues al tener el cuerpo tan entumecido me resultaba imposible doblarme para entrar en un automóvil. Solía llevar conmigo un tazón, pues el movimiento del vehículo me provocaba náuseas. También llevaba mantas y almohadillas eléctricas para mantenerme caliente. Como no podía subir los escalones de la plataforma porque tenía las articulaciones bloqueadas, cuando me correspondía dar un discurso, solían tirar de mí hasta que llegaba arriba y luego me ayudaban a sentarme en una silla.
Ya no me era posible predicar de casa en casa, obra que tanto amaba y que había ocupado un lugar muy importante en mi vida. Pero sí podía predicar informalmente a las enfermeras y a los médicos. También hablaba por teléfono con personas que habían estudiado la Biblia conmigo en el pasado. Me entristecía, y hasta me deprimía, ver que nuestra vida teocrática, que había sido tan activa, hubiera quedado casi paralizada. Como mi esposa tenía que estar conmigo las veinticuatro horas del día, nuestro hijo Ryan no podía contar con nuestra ayuda en el ministerio de casa en casa. Pero algunos precursores (evangelizadores de tiempo completo) de nuestra congregación le echaron una mano.
Al estabilizarse un poco mi enfermedad, empezamos a dar más atención a nuestro ministerio cristiano. Vendimos la casa y nos mudamos más cerca de nuestra hija Traci y su esposo, Seth, para que ellos pudieran ayudarnos tanto física como emocionalmente.
Sigo activo pese a mi discapacidad
Al tener que estar en cama o en una silla de ruedas, ya no podía cumplir con mi trabajo seglar, pero sí atender algunas responsabilidades que me dieron los hermanos de la nueva congregación. Agradecido, acepté la asignación de coordinar el programa de conferencias dominicales de nuestro Salón del Reino. Poco a poco logré ir aportando más a la congregación. Aunque he mejorado algo y tengo más movilidad, todavía me cuesta estar de pie, por lo que doy mis discursos sentado.
También se nos ha pedido que colaboremos en la construcción de Salones del Reino, dada nuestra experiencia en ese campo. Lisa y yo ayudamos en la compra de los artículos que se necesitan, labor que efectúo desde la cama. Estas actividades adicionales nos brindan la oportunidad a Lisa y a mí de mantenernos ocupados unas cuantas horas diarias en algo que nos encanta.
Nuestro hijo Ryan ha sido también una gran ayuda, pues ha compartido la carga de cuidarme, aunque solo tenía 13 años cuando comenzó esta odisea. Nos ha dado mucho placer verlo convertirse en un hombre espiritual. Incluso, poco después de nuestra mudanza, empezó a servir de precursor.
Animamos a otros
Esta experiencia nos ha enseñado mucho tocante a animar a los que padecen enfermedades graves o crónicas. El dolor y la fatiga son síntomas de la esclerodermia que no se ven, pero sus terribles efectos físicos y emocionales se hacen sentir. A veces he estado deprimido. Las ulceraciones, la deformación del cuerpo y la paralización de las manos son síntomas debilitantes que también han resultado muy angustiosos.
No obstante, las muchas tarjetas y llamadas telefónicas que recibimos me ayudan a seguir adelante. Y particularmente nos anima oír a nuestros cariñosos amigos decir que nos tienen presentes en sus oraciones. Por nuestra parte, hemos buscado a personas que padecen esta enfermedad y las hemos visitado con el fin de animarnos unos a otros. Durante estos difíciles años, hemos forjado nuevas amistades muy preciadas.
Nuestra vida no es fácil. De hecho, todavía hay días muy duros, y no sabemos lo que nos deparará el futuro. Aunque no podemos hacer realidad los planes que teníamos, aún podemos ser felices, pues nuestra dicha proviene principalmente de gozar de una buena relación con Jehová. También hemos comprobado que el mantenernos ocupados en las actividades cristianas, a pesar de las circunstancias, nos ayuda a conservar cierto grado de alegría. Somos testimonio vivo de que Jehová abre puertas y da, en abundancia, “el poder que es más allá de lo normal” (2 Corintios 4:7). Nos fortalece mucho mantener arraigada en nuestro corazón la promesa divina de que pronto llegará el día en que “ningún residente dirá: ‘Estoy enfermo’” (Isaías 33:24).
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Mi lucha con la esclerodermia¡Despertad! 2001 | 8 de agosto
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[Ilustración de la página 25]
Nuestra hija Trisha sirve en Betel junto a su esposo, Matthew
[Ilustración de la página 25]
Puedo colaborar en los trabajos de construcción desde la cama
[Ilustración de la página 25]
Nuestra hija Traci y su esposo, nuestro hijo Ryan y Lisa, mi esposa
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