Mi vida como hemofílico
NACÍ en St. Petersburg, Florida, en 1949. Un día, cuando tenía unos seis meses, mi tío me levantó, me soltó en el aire y me volvió a coger. Mis padres se preocuparon, pues, para sorpresa de todos, cuando me recogió en el aire, me dejó pequeñas moraduras por todo el tórax, en los lugares donde había hecho presión con los dedos y las manos.
Mis padres me llevaron al médico para averiguar en qué consistía el problema. Las pruebas que me hicieron indicaron que tenía hemofilia, es decir, una deficiencia de la sangre para coagularse. Yo tengo la deficiencia más grave: la del tipo A. Carezco de lo que se llama el factor VIII, un factor coagulante que une a todos los demás para formar un coágulo fuerte y de buen tamaño. En mi caso, mi sangre produce coágulos de buen tamaño, pero son frágiles. Se deshacen con facilidad; a menudo, sencillamente a causa de la presión sanguínea que fluye a través de la herida se destruye el coágulo que comienza a formarse. El resultado es una prolongación de la hemorragia.
Constantemente tengo moraduras
Cuando era niño, las cosas más simples me causaban una moradura. En una ocasión, me senté encima de mis cubos de letras del alfabeto, y la silueta de la letra se quedó dibujada en la correspondiente moradura. Recuerdo haberme despertado a media noche con dolores agudos bien en mis articulaciones o en los órganos abdominales a causa de los derrames sanguíneos. Finalmente, cuando tenía seis años, mi médico creyó necesario administrarme una transfusión de sangre para detener una hemorragia. Esa fue la primera de las más de novecientas transfusiones que me administraron.
La mayor parte de mis problemas han sido a causa de hemorragias internas. En realidad, no he sufrido muchos cortes que me hayan causado dificultades. Sin embargo, en una ocasión surgió una crisis cuando mi madre me dejó solo en el automóvil por unos pocos minutos mientras ella iba a una tienda. Anteriormente había comprado un paquete de hojas de afeitar de doble filo y algunos comestibles. Mientras estaba sentado en el automóvil, quise averiguar por qué las llamaban de doble filo. Todo el mundo se agitó cuando entré corriendo en la tienda con mis dos índices goteando sangre.
El hospital fue mi segundo hogar
Durante muchos años pasé una gran cantidad de tiempo en lo que llegó a ser mi segundo hogar —el hospital— recibiendo transfusiones para detener las hemorragias. Se ha adelantado poco desde entonces. No obstante, la medicina ha aprendido a separar los diferentes componentes de la sangre; de manera que, en la actualidad, en vez de usar sangre, puede que utilicen solamente alguno de sus componentes para tratar la hemofilia.a Esto les permite a los médicos reducir el volumen transfundido, evitando así transfundir lo que no es necesario.
Cuando asistía a la escuela primaria, no se me permitía salir al recreo. Puesto que no podía jugar con los otros niños, a menudo jugaba solamente con el maestro. En una ocasión, una profesora me lanzó una pelota rodando, y cuando se la devolví de una patada, se me inició una hemorragia en el tobillo. Pasé las seis semanas siguientes en una silla de ruedas.
En otra ocasión, una hemorragia en la rodilla me hizo permanecer en una silla de ruedas durante casi tres años, llevando un aparato ortopédico que iba desde las caderas hasta los talones. Fue una época de mi vida muy traumática. Cuando pude andar, tuve que llevar un aparato ortopédico para las piernas. Pero después de poco tiempo, el aparato ortopédico me agotaba más las rodillas que cuando no lo llevaba. Después de tres años, ya no pude soportarlo más. Me quité el aparato ortopédico y prescindí de él. ¡Una reacción típica de la juventud!
Seguí padeciendo hemorragias en varias articulaciones del cuerpo: los codos, los dedos, las rodillas, los tobillos, y las muñecas. El recibir tratamiento para esos problemas significaba acudir al hospital, donde con el tiempo llegué a conocer a todo el personal por su nombre de pila. La mayor parte de ellos eran muy amables y comprensivos. Las horas más difíciles eran las de la noche, cuando todo el mundo se había acostado y ya no había ningún programa en la televisión. Me quedaba completamente solo con mi dolor.
La universidad y el matrimonio
Después de concluir mis estudios en la escuela secundaria, mis padres decidieron enviarme a la universidad, algo difícil para ellos debido a la carga económica que representaba cuidar de un hemofílico. Sin embargo, mis notas eran lo suficientemente buenas como para que me concediesen unas pequeñas becas. De modo que asistí a la Universidad de Miami para estudiar biología marina. Cada vez pasaba más tiempo en la enfermería de la universidad y en un hospital local de Miami.
El tercer día que asistí a la universidad conocí a una muchacha llamada Leslie. Lamentaba tener que hablarle de mi hemofilia, pues me imaginaba que a causa de mis problemas ella no se interesaría en mí. Pero era evidente que no la conocía lo suficiente, pues ella vio en mí algo más que problemas. Leslie me ayudó con los estudios cuando tenía que perderme las clases; nos casamos en 1968. Nos mudamos del recinto de la universidad a otro lugar, y mientras Leslie trabajaba, yo seguía adelante con mi segundo año de estudios. Pero las cosas se hicieron cada vez más difíciles en sentido físico, hasta que finalmente tuve que renunciar a la universidad a causa del dolor en las rodillas y los hombros.
Después de dejar la universidad, nos mudamos a Winter Haven, Florida, donde en 1969 nació nuestro primer hijo, John. Algún tiempo después, regresamos a St. Petersburg, donde en octubre de 1977 nació nuestro segundo hijo, Kenneth. Felizmente, ninguno de los niños podía heredar mi hemofilia.
Una decisión de vida o muerte
Después de establecernos en St. Petersburg, Leslie y yo trabajamos vendiendo utensilios de cocina. Una noche, con el fin de exponer los utensilios de cocina, preparé una cena para la vecina de mi madre, la cual, aunque yo no lo sabía, se había bautizado recientemente como testigo de Jehová. Todas las personas que ella invitó para la exposición de utensilios de cocina eran también Testigos. Después, a medida que las fui visitando para venderles los utensilios de cocina, cada una de ellas me habló acerca de la Biblia. Como resultado de esas conversaciones, me enteré que los testigos de Jehová no aceptan transfusiones de sangre. Les dije que creía que ese sería un derrotero muy difícil para un hemofílico.
Aproximadamente un año más tarde, una pareja de Testigos llamaron a mi puerta, y concordé en que estudiasen conmigo. A medida que escudriñaba más las Escrituras, llegué a convencerme de que verdaderamente estaba aprendiendo la verdad. Pero tendría que enfrentarme a una decisión importante: qué hacer con respecto a la cuestión de la sangre.
Todavía estaba recibiendo transfusiones de sangre. Pero ¿cómo podría vivir sin ellas, puesto que se suponía que eran lo que me mantenía vivo? Si me sucedía algo, ¿qué llegaría a ser de mi esposa y de mi hijito, nuestro primogénito, que ahora tenía solamente un año y medio? ¿A dónde irían? ¿Quién cuidaría de ellos? En mi interior sabía lo que debía hacer. Pero todas esas preguntas me tuvieron preocupado durante algún tiempo.
Una noche, después de mi estudio bíblico, le pregunté al Testigo: “¿Te das cuenta de que probablemente moriré si dejo de recibir transfusiones?”.
“Sí, John, me doy cuenta de ello”, respondió calmadamente el Testigo.
“¿Te encargarás tú de mi familia si yo muero?”
Él me prometió que se encargaría de que ellos fueran atendidos si yo moría a causa de mantener integridad a Jehová por la cuestión de la sangre. Sin embargo, él recalcó que yo debería saber exactamente lo que estaba haciendo, y que si me dedicaba a Jehová, debería estar seguro de que mi decisión era firme y definitiva.
Una noche me dirigía en mi automóvil a recibir una transfusión cuando me di cuenta de que todavía no le había probado mi integridad a Jehová. Así que di la vuelta y regresé a casa. De este modo, el 6 de noviembre de 1970 fue la última vez que acepté una transfusión, ¡y hasta este día de 1987 he sobrevivido sin ninguna! Me bauticé como testigo de Jehová en julio de 1971, y mi esposa Leslie se bautizó en marzo de 1972.
¿Seis meses de vida?
El cálculo original que se hizo fue que yo podría vivir sólo aproximadamente seis meses, puesto que seguramente iba a tener problemas graves y los médicos no iban a poder detener la hemorragia. ¡Cuán feliz me siento de que estuviesen equivocados!
No obstante, seis meses después de haber tomado esta decisión, mi fe se vio sometida a prueba. Tuve una experiencia especialmente dolorosa a causa de una hemorragia en el hombro. El hospital que anteriormente me había administrado tratamiento rehusó atenderme a menos que concordara en aceptar una transfusión si fuese necesario. Rehusé, y con la ayuda de Testigos locales encontré un hospital cuyo personal estaba dispuesto a respetar mis deseos.
Cuando dejé de recibir transfusiones, mi esposa y yo pusimos en marcha nuestro propio tratamiento, que consistía en vendajes elásticos, bolsas de hielo, inmovilización, reposo en cama cuando fuese necesario, medicación para el dolor y, cuando el dolor era demasiado intenso para calmarlo en casa, hospitalización temporal. Este sistema ha dado resultados razonables a través de los años. Por supuesto, ha habido un constante deterioro de las articulaciones que se ven sometidas a hemorragias frecuentes, en particular las rodillas y los hombros.
“¡Alguien allá arriba debe quererle!”
A mediados del año 1978 tuve una de las experiencias más difíciles de mi vida: una hemorragia renal. Por supuesto, esas complicaciones pueden resultar más graves con la edad, y aún más sin transfusiones. Naturalmente, no es posible envolver un riñón con un vendaje elástico ni inmovilizarlo para que no efectúe sus funciones normales. El pronóstico no era positivo.
El recuento normal de glóbulos rojos (hemoglobina) se sitúa entre 14 y 16; generalmente mi recuento es de 16. ¡Pero durante las dos semanas siguientes mi recuento descendió a menos de cinco! En el plazo de unos pocos días, los médicos me instaron a que considerase las posibles consecuencias de no aceptar sangre. Dijeron que si esperaba demasiado, estaban seguros de que moriría.
Durante toda mi vida, por razones obvias, he estado en contacto estrecho con la profesión médica. He llegado a darme cuenta de que la mayor parte de ellos son personas bienintencionadas. No desean perder una vida si piensan que pueden salvarla. Era difícil para ellos entender mi posición acerca de la cuestión de la sangre.
Mientras estaba en el hospital, recibí una carta en la que se me informaba que se me había asignado por primera vez una parte en la siguiente asamblea de circuito de los testigos de Jehová. ¡Cómo se me levantaron los ánimos! En el espacio de 24 horas se estabilizó mi recuento de hemoglobina. Esta era la primera indicación de que se había detenido la hemorragia. Luego regresó el médico y me dijo: “Aproximadamente en una semana o diez días, cuando su recuento de hemoglobina haya subido a 10, le enviaremos a casa”. ¡En tres o cuatro días había subido lo suficiente como para poder regresar a casa!
Estuve yendo a reconocimiento médico durante las semanas siguientes, y el médico mencionó que había aprendido un nuevo método de tratar a los hemofílicos... “esperar”. También añadió: “¡Alguien allá arriba debe quererle!”.
Desde entonces, aparte de una ocasión en 1981 en que tuve que guardar cama durante seis semanas a causa de una hemorragia en la rodilla derecha, mi salud ha sido bastante estable. Todavía hay ocasiones en las que, debido a las hemorragias, tengo que permanecer en cama durante varios días o incluso semanas, pero cuando pasa la crisis, puedo reemprender la mayor parte de mis actividades.
Espero poder vivir muchos años más en compañía de mi amada esposa y mis dos hijos. Pero prescindiendo de lo que suceda, tengo la seguridad de que he hecho lo que todo cristiano debe hacer: obedecer a Jehová, tanto si es fácil como si no. Quizá algún día la ciencia médica descubra un factor coagulante artificial. Pero mi verdadera esperanza es el nuevo sistema justo de Jehová, donde todas las personas disfrutarán de salud perfecta. (Isaías 33:24; Revelación 21:3, 4.) —Según lo relató John A. Wortendyke.
[Nota a pie de página]
a Para una consideración del punto de vista bíblico acerca de aceptar esta fracción de la sangre, sírvase consultar la otra revista que publicamos, La Atalaya, en los números del 1 de noviembre de 1978, pág. 31, y 1 de marzo de 1975, págs. 159-160.
[Fotografía en la página 21]
A veces me vi confinado en una silla de ruedas
[Fotografía en la página 23]
Listo para un día en el ministerio del campo
[Fotografía en la página 24]
Con mi esposa y mis dos hijos