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    Anuario de los testigos de Jehová 2002
    • En 1962, Serhii Ravliuk pasó tres meses incomunicado. No podía hablar con nadie, ni siquiera con los guardias de la prisión. Para no perder el juicio, empezó a traer a la memoria todos los textos bíblicos que sabía. Logró recordar más de mil versículos y los fue escribiendo en pedacitos de papel con una mina de lápiz que escondía en una hendidura del suelo. También recordó más de cien títulos de artículos de La Atalaya que había estudiado en el pasado y calculó la fecha de la Conmemoración para los siguientes veinte años. Todo aquello le ayudó a conservar su salud mental y espiritual. El hermano Ravliuk mantuvo su fe en Jehová viva y fuerte.

  • Ucrania
    Anuario de los testigos de Jehová 2002
    • [Ilustración y recuadro de las páginas 199 a 201]

      Entrevista con Serhii Ravliuk

      Año de nacimiento: 1936

      Año de bautismo: 1952

      Reseña biográfica: Pasó dieciséis años en prisiones y campos de prisioneros. Se vio obligado a cambiar de residencia siete veces. Ayudó a unas ciento cincuenta personas a aprender la verdad. En las páginas 186 a 189 aparece la entrevista con su esposa, Tamara. Serhii sirve actualmente de anciano en la Congregación Rohan, cerca de la ciudad de Járkov.

      Viví siete años en Mordvinia. Aunque era un campo de máxima seguridad, durante el tiempo que estuve allí se distribuyeron muchas publicaciones. Había guardias que se llevaban algunas a su casa, las leían y luego se las pasaban a sus familiares.

      A veces me abordaba un guardia durante el segundo turno de trabajo.

      —¿Tienes algo, Serhii? —me decía.

      —¿Qué desea? —respondía yo.

      —Solo algo para leer.

      —¿Va a haber un registro mañana?

      —Sí, habrá uno en la quinta unidad.

      —Comprendo. En tal litera, bajo una toalla, habrá una Atalaya. Puede tomarla.

      Cuando se llevaba a cabo el registro, él se quedaba con el ejemplar de La Atalaya. Los demás guardias no encontraban ninguna publicación porque nosotros sabíamos de antemano que habría un registro. Así era como algunos de ellos nos ayudaban. La verdad les atraía, pero tenían miedo de perder su empleo. Durante los muchos años que los hermanos estuvieron allí confinados, los guardias vieron cómo vivíamos. Cualquier persona racional se daba cuenta de que no éramos delincuentes. Por eso apoyaban nuestra obra hasta cierto grado, pero no podían decir nada porque si se les creía partidarios de los testigos de Jehová, perderían su puesto de trabajo. De todas formas, algunos aceptaban publicaciones y las leían. Aquello ayudaba a aliviar el ardor de la persecución.

      En 1966 éramos unos trescientos hermanos en Mordvinia. Los administradores sabían la fecha de la Conmemoración y decidieron impedir que la celebráramos. “Ya estudian su Atalaya —dijeron—. Vamos a acabar con la Conmemoración. No van a poder hacer nada.”

      Los miembros de las diversas unidades de guardias tenían que quedarse en sus puestos hasta oír la señal de que había pasado el peligro. Estaban todos: los vigilantes, el personal administrativo y el comandante del campo.

      Así que salimos todos al campo donde acudíamos diariamente, por la mañana y por la tarde, para que se pasara lista. Luego, reunidos por congregaciones o grupos, paseamos por allí. En cada grupo había un hermano que, al tiempo que caminaba, iba pronunciando el discurso, y los demás escuchaban.

      Como no disponíamos de emblemas, solo tuvimos el discurso. En aquel tiempo no había ningún ungido en el campo. Para las nueve y media de la noche ya habíamos terminado: todos los grupos habían celebrado la Conmemoración caminando.

      Para el cántico, sin embargo, queríamos estar todos los hermanos juntos. Así que nos reunimos al lado de los baños, que se encontraban en la esquina más alejada del control de la entrada. Imagínese 300 hombres, de noche, en la taiga, y que de 80 a 100 de ellos se pongan a cantar. ¡Qué eco se produjo! Recuerdo que entonamos el cántico 25, titulado “Morí por ustedes”, del viejo cancionero. Todos lo sabíamos de memoria. A veces hasta los soldados que estaban en las torres nos gritaban: “¡Por favor, canten el número 25!”.

      Aquella noche, cuando empezamos a cantar, todo el personal vino corriendo de sus oficinas para hacernos callar. Pero al llegar, no consiguieron interrumpirnos porque los hermanos que no cantaban se habían agrupado en círculo en torno de los que cantaban, de modo que los guardias solo corrieron alrededor nuestro desesperadamente hasta que terminamos el cántico. Una vez concluido, todos nos dispersamos, y los guardias no supieron quiénes cantaron y quiénes no. No pudieron incomunicarnos a todos.

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