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  • La desvinculación de la mafia. “Yo fui un yakuza”

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  • La desvinculación de la mafia. “Yo fui un yakuza”
  • ¡Despertad! 1997
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¡Despertad! 1997
g97 8/3 págs. 11-13

La desvinculación de la mafia. “Yo fui un yakuza”

“PAPÁ, cuando vengas iremos juntos a las reuniones. Me lo prometes, ¿verdad?” Esto me lo escribió la tercera vez que estuve preso mi segunda hija, que iba asiduamente con mi esposa a las reuniones de los testigos de Jehová. Como las cartas de mi familia eran mi único consuelo, le prometí acceder a su petición.

‘¿Por qué llevo esta vida de delincuente, que me aparta de la familia?’, me preguntaba. Me acordaba de la niñez. Mi padre murió cuando yo solo tenía 18 meses, de modo que no recuerdo ni su cara. Mamá volvió a casarse dos veces. Marcado por aquellas circunstancias, empecé a frecuentar a los bravucones de la escuela secundaria. Me volví agresivo; siempre andaba en peleas fuera del colegio. Al terminar el segundo año de la secundaria, organicé una pandilla de estudiantes para luchar con otra banda. Como consecuencia, me detuvieron y me enviaron una temporada al reformatorio.

Fui cuesta abajo, como una bola de nieve, por la senda de la violencia. No tardé en formar una banda, con la que rondaba por la oficina de un grupo de la yakuza, al cual me integré cuando tenía 18 años. A los 20 me arrestaron por cometer varios actos violentos y me sentenciaron a tres años de cárcel. En un principio estuve en la Prisión de Jóvenes de Nara, pero, dado que no mejoraba mi conducta, me cambiaron a una cárcel de adultos. Como fui de mal en peor, acabé en Kyoto, en un penal para delincuentes empedernidos.

‘¿Por qué no dejaré de delinquir?’, me preguntaba. Ahora veo que se debía a mis planteamientos necios. Creía que mi comportamiento era propio de un machote, prueba de hombría. Al salir de la cárcel, con 25 años, los mafiosos me consideraban importante. Era el momento de ascender en el escalafón del hampa.

Reacciones de mi familia

Mi esposa y yo nos casamos por aquellos días, y pronto ya teníamos dos hijas. Mi vida no había cambiado. Era un continuo ir y venir de casa al cuartel de la policía por agredir y extorsionar a la gente. Con cada incidente me ganaba el respeto de los demás hampones y la confianza del jefe. Finalmente, mi “hermano” mayor de la yakuza ascendió a la cúspide de la banda. Me sentía eufórico al verme como el segundo de a bordo.

‘¿Qué opinarán de mi forma de vida mi esposa y mis hijas?’, pensaba. Les debía de avergonzar que su marido y padre fuera un maleante. Volví a la cárcel con 30 años y luego con 32. La última condena, de tres años, fue muy dura. Añoraba hablar con mis hijas y abrazarlas, pues no tenían derecho a visitarme.

Para cuando comencé a cumplir la tercera condena, los testigos de Jehová empezaban a estudiar la Biblia con mi esposa. Siempre me escribía sobre la verdad que estaba aprendiendo. ‘¿De qué verdad hablará mi mujer?’, me preguntaba. Leí la Biblia entera en la cárcel. Medité en lo que decía mi esposa en sus cartas acerca de la esperanza para el futuro y el propósito de Dios.

La esperanza de que el ser humano viviera para siempre en una Tierra paradisíaca me parecía muy atrayente, pues me aterrorizaba la muerte. Siempre había pensado: ‘El que muere es un perdedor’. Al reflexionar, comprendí que el miedo a morir me había impulsado a herir antes de que me hirieran. Las cartas de mi esposa también me hicieron ver lo vana que era mi meta de ascender en la mafia.

Con todo, no me sentí inducido a estudiar la verdad. Mi mujer se dedicó a Jehová, se bautizó y así se hizo testigo de Jehová. Aunque le había dicho por carta que quería ir a las reuniones, no tenía la intención de ser Testigo. Creía que mi esposa y mis hijas se habían alejado de mí, dejándome a un lado.

La excarcelación

Por fin llegó el día de abandonar la penitenciaría de Nagoya. Muchos pandilleros esperaban a la salida para darme la bienvenida, pero de aquel gentío solo me interesaban mi esposa y mis hijas. Al ver a las niñas, que habían crecido mucho en tres años y medio, se me saltaron las lágrimas.

A los dos días de volver a casa, cumplí con la promesa que había hecho a mi segunda hija de ir a una reunión de los testigos de Jehová. Era asombrosa la alegría de los asistentes. Aunque me saludaron cordialmente, me sentí desplazado. Al enterarme más tarde de que me habían saludado conociendo mis antecedentes delictivos, me quedé atónito. Con todo, percibí su cordialidad y me gustó la conferencia bíblica sobre la vida en una Tierra paradisíaca.

Me angustiaba la idea de que mi mujer y mis hijas pasaran vivas al Paraíso, y yo fuera destruido. Medité en qué debía hacer para vivir eternamente con mi familia. Empecé a plantearme la renuncia al hampa y comencé a estudiar la Biblia.

Me libero de la delincuencia

Dejé de asistir a las reuniones mafiosas y de codearme con los miembros de la yakuza. No fue fácil cambiar de actitud. Conducía un gran automóvil de importación por el puro placer de ostentar. Tardé tres años en sustituirlo por otro más modesto. También tendía a resolver los problemas por la vía fácil. Pero conforme aprendía la verdad me daba cuenta de que debía cambiar. Sin embargo, como indica Jeremías 17:9, “el corazón es más traicionero que cualquier otra cosa, y es desesperado”. Bien sabía lo que era correcto, pero me costaba muchísimo poner por obra lo que aprendía. Las dificultades que afrontaba me parecían toda una montaña. Me dominaba la preocupación y muchas veces pensé en dejar de estudiar y olvidarme de la idea de ser testigo de Jehová.

Un día, el hermano con quien estudiaba la Biblia invitó a discursar en nuestra congregación de Suzuka a un superintendente viajante con antecedentes como los míos. Este viajó 600 kilómetros desde Akita para animarme. Desde aquella visita, cada vez que me cansaba y me entraba la idea de rendirme, recibía una carta suya en la que me preguntaba si perseveraba en el camino del Señor.

Confiado en que Jehová me oiría, seguí suplicándole ayuda para cortar los lazos con la yakuza. Por fin, en abril de 1987, logré desvincularme. Como mi trabajo exigía viajar cada mes al extranjero sin la familia, lo cambié por una conserjería, que me dejaba la tarde libre para actividades espirituales. Por primera vez recibí un sobre de paga. No era mucho, pero estaba muy contento.

Cuando era el segundo hombre de mi yakuza, me iba bien económicamente, pero hoy poseo una riqueza espiritual inmarcesible. Conozco a Jehová y sus propósitos. Tengo principios y amigos que me quieren de verdad. En el mundo de la yakuza, el cariño de los hampones es superficial; ni uno solo de los que conocí se sacrificaría nunca por los demás.

En agosto de 1988 simbolicé mi dedicación a Jehová bautizándome en agua, y el mes siguiente comencé a dedicar un mínimo de sesenta horas mensuales a comunicar a mis vecinos las buenas nuevas que me habían reformado. Soy ministro de tiempo completo desde marzo de 1989, y ahora tengo el privilegio de ser siervo ministerial en la congregación.

Aunque logré eliminar la mayoría de los vestigios de mis años de yakuza, conservo uno: Los tatuajes, que nos recuerdan a mí, a mi familia y a otros la vida que llevé. En cierta ocasión mi hija mayor vino llorando de la escuela y me dijo que no iba a volver al colegio porque las amigas le habían dicho que yo era un yakuza tatuado. A fuerza de explicaciones logré que las niñas entendieran la situación. Anhelo el día que la Tierra sea un paraíso y mi carne se haga “más fresca que en la juventud”. Entonces quedarán atrás los tatuajes y los demás recuerdos de mis veinte años en la yakuza. (Job 33:25; Revelación 21:4.)—Relatado por Yasuo Kataoka.

[Ilustración de la página 11]

Anhelo el día en que se borren mis tatuajes

[Ilustración de la página 13]

En el Salón del Reino, con mi familia

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