Una sorpresa emocionante
Dana Folz tenía ocho años cuando supo que había sido adoptado. Años después comenzó a preguntarse: ‘¿Quién es mi madre? ¿Qué aspecto tiene? ¿Por qué me dio en adopción? ¿Tengo hermanos?’. Lea el relato de Dana sobre cómo finalmente encontró a su verdadera madre y sobre la emocionante sorpresa que recibió.
NACÍ el 1 de agosto de 1966 en Ketchikan (Alaska, E.U.A.). Mi hermana Pam era dos años mayor que yo. Nuestro padre era trabajador social en el Departamento de Asuntos Indios, y lo trasladaban con frecuencia. Nos mudamos de un lugar a otro dentro de Alaska. Posteriormente vivimos también en Iowa, Oklahoma, Arizona y Oregón.
Mientras visitábamos a unos familiares de Wisconsin en el verano de 1975, unos primos míos hicieron comentarios crueles sobre otro primo. “Es hijo adoptivo —dijeron—, así que no es un Folz de verdad.” Al regresar a casa, le pregunté a mi madre sobre el particular, y me sorprendió su expresión de asombro. Me explicó qué es la adopción. Aquella noche me contó, con lágrimas en los ojos, que tanto yo como mi hermana habíamos sido adoptados.
En aquel momento no le di mucha importancia al asunto, y por un tiempo apenas pensé en ello. Tenía una mamá y un papá, y la vida que llevaba me parecía normal. Mis padres decidieron no trasladarse más, a fin de que la familia echara raíces. Cuando yo tenía nueve años, nos establecimos en Vancouver (Washington). Estaba muy unido a papá, pero a mamá no tanto. Yo era independiente y rebelde a veces, y la frustración que esto causaba a mamá tal vez explique por qué parecía que la distancia entre los dos iba aumentando.
Noviazgo y universidad
En la escuela secundaria conocí a Trina, y enseguida nos hicimos amigos. Después de graduarme acepté una beca académica para estudiar en la Universidad Estatal de Oregón, situada en Corvallis (Oregón). En mi tiempo libre viajaba a Vancouver para estar con Trina, que cursaba el último año de secundaria. No estudiaba mucho, pero pensaba que me iría bien en la universidad de todas formas. El primer boletín de calificaciones me impactó. Eran las peores notas que jamás había recibido. Me sentía avergonzado. Pero no dejé de visitar a Trina; lo que hacía era llevarme los libros para poder estudiar durante las visitas.
Un día, mientras regresaba de Vancouver en motocicleta, tuve un accidente grave. Poco después un auto me atropelló en un cruce peatonal y sufrí lesiones aún más serias. Comencé a trabajar y perdí el deseo de regresar a la universidad.
Interés en la religión
Con el tiempo Trina y yo empezamos a vivir juntos. Ambos creíamos en Dios y queríamos conocerlo. No obstante, pensábamos que las iglesias estaban llenas de hipocresía. Por consiguiente, intentamos leer la Biblia por nuestra cuenta, pero no logramos entenderla.
Un día, en mi lugar de empleo, en Portland (Oregón), los compañeros empezaron a burlarse de una de las personas más agradables que yo conocía. Randy, que así se llamaba, soportó el acoso con calma. Más tarde le pregunté: “¿Es verdad eso que dicen de que eres un ministro?”.
—Efectivamente, lo soy —contestó.
—¿De qué religión? —inquirí.
—De los testigos de Jehová.
—¿Quiénes son los testigos de Jehová?
—¿De verdad no lo sabes? —preguntó con extrañeza.
—No —repuse—, ¿quiénes son? ¿Debería saberlo?
—Sí —respondió con una sonrisa—, deberías saberlo. ¿Qué vas a hacer en la hora del almuerzo?
Aquella fue la primera de una serie de conversaciones bíblicas a la hora del almuerzo. Una noche le hablé a Trina de tales conversaciones. “¡No hables con los testigos de Jehová! —exclamó—. Son gente muy rara. Ni siquiera son cristianos. No celebran la Navidad.” Y siguió diciéndome otras cosas que había oído sobre los testigos de Jehová.
“Te han contado un montón de cosas que no son ciertas”, le dije. Tras una larga conversación, pude convencerla de que no conocía toda la verdad. A partir de entonces empezó a hacerme preguntas para que se las formulara a Randy, y yo le traía una respuesta bíblica clara tras otra. Finalmente, Trina dijo: “No sabía que la Biblia dijera todo esto, pero sigo pensando que son raros. Si quieres continuar hablando de la Biblia con él, no me importa; pero no vengas a casa y trates de convencerme”.
Un período difícil
Yo creía lo que estaba aprendiendo de la Biblia, pero pensaba que no podía vivir de acuerdo con ella. Trina y yo reñíamos cada vez con mayor frecuencia. De modo que un amigo mío y yo decidimos dejar a nuestras respectivas novias e iniciar una nueva vida en Oklahoma. Conseguí un permiso de ausencia del trabajo, y poco después mi amigo y yo nos instalamos en un apartamento de una ciudad pequeña de Oklahoma cercana a la frontera con Texas. Enseguida me di cuenta de cuánto echaba de menos a Trina, pero resolví divertirme de todas formas.
Me enteré de que en Texas la edad mínima para consumir alcohol era 19 años, así que mientras mi amigo estaba de viaje, crucé la frontera una noche para pasar un buen rato en un conocido bar de rock and roll. Me emborraché y tuve un accidente en el que destrocé el automóvil. Acabé en la cárcel. Me puse en comunicación con mi padre, quien pagó la fianza para que me pusieran en libertad. Además, Trina me dejó volver a su lado, lo cual agradecí mucho. Recuperé mi antiguo trabajo y reanudé las conversaciones bíblicas con Randy.
Tomo las riendas de mi vida
Ya habían transcurrido casi dos años desde que había oído hablar por primera vez de los testigos de Jehová, y decidí concentrarme más en el estudio de la Biblia. Contaba 20 años, y las preguntas referentes a mi adopción que mencioné al principio del relato comenzaban a atormentarme. Por lo tanto, inicié una búsqueda seria de mi verdadera madre.
Llamé al hospital de Alaska en el que nací y pregunté qué pasos debía seguir. Una vez informado, conseguí una copia de mi partida de nacimiento original y me enteré de que mi madre se llamaba Sandra Lee Hirsch; pero no había constancia de quién era mi padre. Sandra, mi madre, tenía solo 19 años cuando yo nací, por lo que supuse que debía haber sido una joven soltera y asustada que se había metido en problemas y había tomado una decisión muy difícil. La partida de nacimiento no contenía suficiente información para localizar a mi madre.
Mientras tanto, como resultado de mi estudio bíblico con Randy, estaba convencido de que había encontrado la religión verdadera. Pero, pese a mis numerosos intentos, no lograba dejar el vicio del tabaco. (2 Corintios 7:1.) Creía que Jehová me consideraba un caso perdido. Pero un Testigo dijo algo en el Salón del Reino que me ayudó mucho. Mencionó que quien desea que fallemos es Satanás, y que es triste ver cómo algunos pierden la vida eterna porque se dan por vencidos. “Tenemos que arrojar nuestras cargas sobre Jehová —dijo—, y confiar plenamente en que él nos ayudará en los tiempos difíciles.” (Salmo 55:22.)
Era exactamente lo que necesitaba oír. Comencé a poner en práctica lo que había dicho el hermano, y pedía a Jehová su ayuda a menudo. Al poco tiempo dejé el tabaco, Trina y yo nos casamos, y me volví constante en el estudio de la Biblia. Posteriormente, Trina también empezó a estudiar. Simbolicé mi dedicación a Jehová mediante el bautismo en agua el 9 de junio de 1991. Menos de dos semanas después nació nuestra primera hija, Breanna Jean.
Mi relación con papá
Papá y yo estábamos muy unidos. Él era una excelente persona que siempre me daba palabras de ánimo cuando me sentía frustrado, pero que al mismo tiempo era firme si necesitaba disciplina. Por consiguiente, cuando a principios de 1991 supe que papá tenía cáncer de pulmón terminal, sufrí un duro golpe. Para entonces mis padres se habían mudado a Hamilton (Montana). Íbamos con frecuencia a verlo y a tratar de dar apoyo moral a mamá.
En una de nuestras visitas, le dimos a papá el libro ¿Es esta vida todo cuanto hay? Prometió leerlo, y comentó que le preocupaba el bienestar de su familia. En mi última visita me dijo que estaba orgulloso de que fuera su hijo y que me quería mucho. Se le saltaron las lágrimas y giró la cabeza hacia la ventana. Nos abrazamos varias veces antes de marcharme. Papá leyó una tercera parte del libro antes de morir, el 21 de noviembre de 1991.
Tras la muerte de papá y nuestra subsiguiente mudanza a Moses Lake (Washington), se intensificó mi deseo de conocer mi pasado. A pesar de todo el tiempo que dedicaba a la búsqueda, no descuidamos los intereses espirituales. Trina se bautizó el 5 de junio de 1993, y seis meses después dio a luz a nuestra segunda hija, Sierra Lynn.
Cómo encontré a mi verdadera madre
Seguí solicitando información insistentemente a diversos organismos del sistema jurídico de Alaska, escribiéndoles una carta tras otra, a la vez que hacía mis propias investigaciones con la computadora. Todo fue en vano. Ahora bien, a finales de 1995 me hicieron un reconocimiento médico que reveló una irregularidad cardíaca. Solo tenía 29 años, y el médico quería conocer mi historial médico.
El médico redactó una solicitud completa y precisa en la que enfatizaba que la información de mi expediente de adopción podía ser vital para mi bienestar físico. Con el tiempo recibimos la respuesta. El juez había decidido que mi necesidad médica no era lo suficientemente urgente como para abrir el expediente. Quedé deshecho. Pero unas semanas más tarde llegó una carta de un segundo juez. Una orden judicial me concedía acceso a mi expediente de adopción.
El expediente me llegó a principios de enero de 1996. Contenía el nombre de la ciudad natal de mi madre y los antecedentes familiares. Realicé al instante una búsqueda en la computadora del nombre de Sandra junto con el de su ciudad natal, y me aparecieron seis números telefónicos. Trina y yo decidimos que era mejor que ella hiciera las llamadas. Al tercer intento, una mujer le dijo que Sandra era su sobrina, y le dio su teléfono.
La llamada y la sorpresa
Cuando Trina marcó el número, la mujer que contestó no quiso identificarse. Por fin, Trina le dijo sin rodeos: “Mi esposo nació en Ketchikan (Alaska) el 1 de agosto de 1966, y necesito saber si usted es la persona que estoy buscando”. Hubo un largo silencio, tras el cual, con voz temblorosa, la mujer le pidió a Trina su nombre y su teléfono, y le dijo que la llamaría. No pensé que fuera a llamar enseguida, de manera que me fui a la tienda a comprar algunas cosas que necesitábamos.
Cuando regresé, Trina estaba al teléfono con los ojos anegados en lágrimas. Me pasó el teléfono. Mi madre y yo nos saludamos, y mientras hacíamos algunos comentarios triviales, Trina me susurró con vehemencia: “Ella quería quedarse contigo”. Sentí una gran compasión por mi madre cuando comenzó a hablarme de sí misma. “Quiero darte las gracias por la vida que me diste —le dije—. Vivo bien y no me ha faltado nada. He tenido unos buenos padres y he recibido mucho amor; ahora tengo una esposa maravillosa y dos hijas preciosas. Soy muy feliz.”
Mi madre rompió a llorar. Seguimos hablando y me contó que se había quedado embarazada como consecuencia de una violación, y que la habían presionado mucho para que me diera en adopción; más adelante se casó, y algún tiempo después, mientras estaba en el hospital convaleciendo de una operación, su niña pequeña y su madre murieron en un incendio. Me explicó que en aquel momento pensó que Dios se había llevado a esos seres amados como castigo por haber entregado a su hijo. “¡No, Dios no hace eso!”, le respondí de inmediato. Me dijo que ahora ya lo sabía, porque después de la tragedia se había puesto a “buscar la verdad bíblica mediante un programa de estudio”, y que en la actualidad era “estudiante de la Biblia”.
‘No puede ser’, dije para mis adentros mientras le preguntaba: “¿Con quiénes estudiaste?”. Tras un prolongado silencio contestó: “Con los testigos de Jehová”. Me emocioné tanto que no me salían las palabras. Finalmente balbuceé entre lágrimas: “Yo también soy Testigo”. Cuando se lo repetí más claramente, la invadió una alegría inmensa. ¡Era maravilloso!
Mi madre se hizo Testigo en 1975, poco después de la muerte de su hija. Cuando su esposo comenzó a progresar espiritualmente, le habló de mí. Él la consoló y le dijo que me buscarían. Pero al poco tiempo murió en un accidente de carretera, así que ella quedó sola con tres hijos pequeños. Mi madre y yo hablamos durante horas varias noches; al final quedamos en reunirnos en Phoenix (Arizona) la segunda semana de febrero de 1996. Ella ya había planeado una visita a esta ciudad junto con una hermana cristiana.
Una reunión memorable
Para este viaje Trina y yo dejamos a las niñas en casa. Al bajar del avión vi a mi madre y pude por fin abrazarla. Ella me dijo que había esperado veintinueve años para tenerme entre sus brazos, y me mantuvo abrazado mucho rato. Fueron unos días estupendos, en los que tuvimos la oportunidad de mostrarnos fotos y contarnos historias. Lo mejor de todo, no obstante, fue estar sentado junto a mi madre en el Salón del Reino de Phoenix. Escuchamos la reunión y entonamos los cánticos del Reino el uno al lado del otro. Siempre recordaré esa maravillosa sensación.
En abril de 1996 mi hermana Laura vino a visitarnos desde su hogar en Iowa. ¡Cuánto disfrutamos su compañía cristiana! También he hablado por teléfono con mis otros dos hermanos, cuya existencia desconocía. Que mi familia esté unida es magnífico, pero que nos una el amor dentro de la organización de Jehová es un regalo que solo nuestro gran Dios, Jehová, podía concedernos.—Según lo relató Dana Folz.
[Ilustración de la página 23]
Con mi madre verdadera