‘Sembrando con lágrimas y segando con clamor gozoso’
Según lo relató Miyo Idei
“¡Me muero! ¡Me muero! ¡Ayúdenme!” Mi padre gritaba con dificultad. Su voz era lo único que yo oía cuando salí corriendo de la casa. Era la medianoche, y mi padre tenía un ataque al corazón. Corrí a buscar a mi tío, quien vivía cerca, pero cuando regresamos ya no se podía sentir el pulso de mi padre.
ESO sucedió el 14 de diciembre de 1918. A los 13 años de edad me vi sin padres. Mi madre había muerto ya cuando yo tenía siete años. El perder a mis padres tan temprano en la vida me llevó a preguntarme: ‘¿Por qué muere la gente? ¿Qué pasa después de la muerte?’.
Después de graduarme de una escuela para maestros, ejercí el magisterio en Tokio y enseñé en la escuela primaria de Shinagawa. Con el tiempo alguien me presentó a un joven, Motohiro, con quien me casé a los 22 años de edad. Durante los pasados 64 años hemos compartido tanto las experiencias dulces de la vida como las amargas. Pronto nos mudamos a Taiwan, que entonces estaba bajo gobernación japonesa. En aquel tiempo no me imaginaba que hallaría causa para clamor gozoso en aquella tierra.
Aprendo la verdad
En la primavera de 1932, cuando vivíamos en las afueras de Kia-yi, en la región central de Taiwan, nos visitó un señor llamado Saburo Ochiai. Él nos indicó que las profecías bíblicas incluían la promesa de que los muertos serían resucitados. (Juan 5:28, 29.) ¡Qué maravillosa perspectiva! Mi gran deseo era ver de nuevo a mis padres. Los argumentos lógicos, las explicaciones razonables y la prueba bíblica sólida que él presentó nos parecieron la verdad. El tiempo voló, pues pasamos todo el día considerando la Biblia. De repente la Biblia me pareció un libro atractivo.
Poco tiempo después el señor Ochiai se mudó a otro lugar, pero nos dejó los libros La creación, El Arpa de Dios, Gobierno, Profecía, Luz y Reconciliación, publicados por la Sociedad Watch Tower Bible and Tract. Me absorbí en la lectura de aquellos libros, y al hacerlo me sentí impulsada a contar a otros lo que leía. Si Jesús había empezado su ministerio en su pueblo de Nazaret, ¿por qué no debería yo empezar donde vivía? Visité a la vecina de al lado. Nadie me había enseñado a predicar, de modo que fui de casa en casa con la Biblia y los libros que había leído, y prediqué como mejor pude. La gente respondió bien y aceptó revistas. Pedí a Todaisha, como se llamaba en aquel tiempo en Japón a la Sociedad Watch Tower, que me enviara 150 ejemplares del folleto El Reino, la esperanza del mundo, y los distribuí.
Cierto día, una persona que había aceptado literatura me dijo que la policía había llegado inmediatamente después de mi visita y había confiscado los libros. Poco después, cuatro detectives se presentaron en mi casa y confiscaron todos mis libros y revistas. Solo dejaron la Biblia. Por cinco años no vi a ningún testigo de Jehová, pero el fuego de la verdad siguió ardiendo en mi corazón.
¡Entonces llegó el mes de diciembre de 1937! Dos repartidores de literatura que habían venido de Japón nos visitaron. Sorprendida, pregunté: “¿Cómo supieron dónde estábamos?”. Dijeron: “Tenemos su nombre escrito aquí”. ¡Jehová nos había recordado! Los dos Testigos, Yoriichi Oe y Yoshiuchi Kosaka, habían viajado en bicicletas viejas unos 240 kilómetros (150 millas) de Taipei a Kia-yi, con sus pertenencias sobre la parte trasera de las bicicletas. Mientras nos hablaban, me sentí como el eunuco etíope que dijo: “¿Qué impide que yo sea bautizado?”. (Hechos 8:36.) La noche que los Testigos llegaron, mi esposo y yo nos bautizamos.
Atención a hermanos aprisionados
En 1939 los testigos de Jehová de todo Japón súbitamente experimentaron arrestos. Pronto la ola de persecución llegó a Taiwan. En abril los hermanos Oe y Kosaka fueron arrestados. Dos meses después a nosotros también nos arrestaron. Porque yo era maestra, me dejaron libre el día siguiente, pero mi esposo quedó en custodia por cuatro meses. Después que mi esposo fue puesto en libertad nos mudamos a Taipei. Aquello fue conveniente, porque ahora estábamos más cerca de la prisión donde habían encerrado a los dos hermanos.
El sistema de seguridad era estricto en la prisión de Taipei. Fui a llevar ropa y alimento a los hermanos. Primero se presentó el hermano Kosaka con un guardia y un detective tras él, y me habló por una ventanilla de red metálica de 30 centímetros en cuadro (12 pulgadas en cuadro). Estaba pálido, y con los labios muy rojos. Había contraído tuberculosis.
Entonces salió el hermano Oe, sonriente, y más de una vez dijo con gozo: “Me alegro de que pudiera venir”. Puesto que él tenía el rostro amarillo e hinchado, le pregunté cómo se sentía. “¡Estoy muy bien —contestó—! Este lugar es muy bueno. No hay chinches ni piojos. Hasta puedo comer tallarines de trigo sarraceno. Es como una mansión.” El agente y el guardia no pudieron contener la risa, y dijeron: “¡Con este tipo Oe no podemos hacer nada!”.
En prisión de nuevo
Para la medianoche del 30 de noviembre de 1941, pocos días después de haber regresado a casa tras de visitar a los hermanos, oí golpes fuertes a la puerta. A través de la puerta corrediza de cristal vi siluetas de sombreros que parecían montes. Conté ocho. Eran miembros de la policía. Entraron a la fuerza en nuestro hogar y revolcaron cuanto había en la casa, pero no hallaron lo que buscaban. Después de buscar y rebuscar por una hora, confiscaron unos cuantos álbumes de fotografías y pidieron que los acompañáramos. Recordé que Jesús había sido arrestado en medio de la noche. (Mateo 26:31, 55-57; Juan 18:3-12.) La idea de que ocho hombres causaran tanto trastorno por nosotros dos me pareció chistosa.
Nos llevaron a un edificio enorme y oscuro que era desconocido para nosotros. Después descubrimos que era la prisión Taipei Hichisei. Nos sentaron frente a un escritorio grande y nos sometieron a interrogatorio. Vez tras vez preguntaban: “¿A quiénes conocen?”, y tanto mi esposo como yo respondíamos: “No conozco a nadie”. ¿Cómo pudiera esperarse que conociéramos a los hermanos del Japón continental? Solo conocíamos a los hermanos Oe y Kosaka, y sellamos los labios en cuanto a cualesquiera otros nombres que hubiéramos oído indirectamente.
A las cinco de la mañana dos detectives me llevaron a mi celda. Necesité algún tiempo para acostumbrarme al nuevo ambiente. Por primera vez en la vida supe lo que eran las chinches. Estos insectos (deseosos de banquetear con la gente nueva) me atacaron constantemente, y dejaron en paz a las otras dos mujeres de la celda, a pesar de que yo aplastaba a las chinches que se me acercaban. Finalmente me di por vencida y dejé que me picaran.
Nuestro alimento era una taza de arroz medio cocido, pero para mi gusto era arroz crudo. Con el arroz servían una porción pequeña de hojas de rábano con alguna tierra todavía en ellas. Al principio, porque el alimento olía mal y estaba sucio, no podía consumirlo, y las demás prisioneras se lo comían. Por supuesto, gradualmente me ajusté, para sobrevivir.
La vida en la prisión era una experiencia dolorosa. Durante algún tiempo oí gritar día tras día a un presunto espía a quien torturaban. También vi a alguien que murió en medio de dolores en la celda contigua. El presenciar todo aquello me convenció de que este viejo sistema tiene que terminar, y puse más esperanza que nunca en las promesas de Dios.
Interrogatorio
Estuve en prisión casi un año, y me sometieron a interrogatorio cinco veces. Cierto día, al fin me visitó un fiscal, y me llevó a un cuarto pequeñito donde se conducían los interrogatorios. Lo primero que dijo fue: “¿Quién es mayor?: ¿Amaterasu Omikami [la diosa solar], o Jehová? ¡Dígame!”. Pensé por un momento en cómo contestarle.
“Dígame quién es mayor, ¡o la voy a golpear!”, me dijo airado.
Respondí con calma: “En el mismo comienzo de la Biblia está escrito: ‘En el principio Dios creó los cielos y la tierra’”. No creía que tuviera que añadir nada más. Él sencillamente me miró con fijeza sin decir una palabra, y entonces cambió de tema.
Después de todo, ¿por qué me tenían en custodia? El registro del examen a que fui sometida dijo: “Se teme que pueda engañar al público por habla y acciones”. Por eso me habían encerrado sin proceso judicial.
Durante todo esto Jehová estuvo siempre cerca de mí. Por la bondad de él recibí un ejemplar de tamaño de bolsillo de las Escrituras Griegas Cristianas. Un detective lo arrojó en mi celda cierto día, mientras decía: “Le voy a dejar esto”. Lo leí cada día, hasta el grado de aprenderme de memoria lo que leía. Los ejemplos de denuedo de los cristianos primitivos en el libro de Hechos fueron una fuente de estímulo para mí. Las 14 cartas de Pablo también me fortalecieron. Pablo experimentó muchísima persecución, pero el espíritu santo siempre lo apoyó. Aquellos relatos me comunicaron firmeza.
Enflaquecí mucho y me debilité, pero Jehová me sustentó, a menudo como menos lo esperaba. Cierto domingo un detective a quien no conocía me trajo un paquete envuelto en un pañuelo. Abrió la puerta de la celda y me llevó al patio. Cuando llegamos a un gran alcanforero, abrió el paquete. ¡Qué sorpresa! Había bananos y panecillos en él. El detective me dijo que los comiera allí. Dijo: “Todos ustedes son muy buenas personas. Pero tenemos que tratarlos así. Quisiera dejar esta clase de trabajo pronto”. De manera que los guardias y los detectives empezaron a tratarme bondadosamente. Confiaban en mí, y me dejaban limpiarles el cuarto y me concedían el privilegio de hacer otros trabajos.
Hacia fines de 1942 uno de los detectives que nos había arrestado me hizo comparecer ante él. “Aunque usted merece la sentencia de muerte, estará libre hoy”, dijo. Mi esposo había regresado a casa como un mes antes.
Nos asociamos de nuevo con los Testigos
Mientras estábamos en prisión, Japón entró en la II Guerra Mundial. Después, en 1945, nos enteramos de que Japón había perdido la guerra, y leímos en los periódicos que habría libertad para los prisioneros políticos. Sabíamos que el hermano Kosaka había muerto en prisión debido a enfermedad, pero inmediatamente envié cartas a las prisiones de Taipei, Sin-chu y otras ciudades y pregunté en cuanto a dónde estaba el hermano Oe. Pero no recibí respuesta. Después supe que un pelotón de fusilamiento lo había ejecutado.
En 1948 recibimos de Shanghai una carta que no esperábamos. Era del hermano Stanley Jones, quien había sido enviado a China como graduado de Galaad, una escuela de misioneros que los testigos de Jehová habían establecido pocos años antes. ¡Una vez más Jehová nos había recordado! Me alegré muchísimo de haberme puesto en contacto así con la organización de Jehová. Habían pasado siete años desde que habíamos visto al hermano Oe. Yo había estado predicando las buenas nuevas a otros, aunque habíamos estado completamente aislados todo aquel tiempo.
La primera visita que nos hizo el hermano Jones fue un tiempo de regocijo. Él era muy amigable. Aunque nunca antes lo habíamos conocido, nos parecía que tratábamos con un pariente muy cercano. Poco después el hermano Jones partió hacia T’ai-tong, al otro lado de las montañas, y mi esposo lo acompañó como intérprete. Regresaron una semana después, y durante aquel tiempo celebraron una asamblea de un día y bautizaron a unas 300 personas de la tribu de los amis, de la costa oriental.
La visita del hermano Jones fue significativa para mí en otro sentido. Hasta entonces yo había estado predicando sola. Y ahora, durante la visita del hermano Jones, un matrimonio (el esposo era el dueño de la casa donde vivíamos) se bautizó. Desde entonces he tenido muchas veces el placer de hacer discípulos además del gozo de proclamar el Reino. Después nos mudamos a Sin-chu, donde el hermano Jones nos visitó tres veces; cada visita duró dos semanas. Disfruté muchísimo de aquel compañerismo tan provechoso. En la última ocasión él dijo: “La próxima vez voy a traer a mi compañero, Harold King”. Pero aquella “próxima vez” nunca se realizó, porque poco después ambos fueron aprisionados en China.
En 1949 llegaron a Taiwan Joseph McGrath y Cyril Charles, misioneros de la undécima clase de Galaad. Dieron expansión a la obra allí, y utilizaron nuestro hogar como centro de actividades. Su ejemplo fue un verdadero estímulo para mí. Sin embargo, la situación política los obligó a marcharse a Hong Kong. No pude contener las lágrimas cuando partieron acompañados de un policía. “No llores, Miyo”, dijo Joe. Añadió: “Gracias”, y me dio como recuerdo su bolígrafo.
Educación de una niña
Mi esposo y yo no teníamos hijos, así que adoptamos a la sobrina de mi esposo cuando ella solo tenía cuatro meses de edad. Su madre, que tenía asma, tenía la vida en peligro.
En 1952 el hermano Lloyd Barry, misionero en Japón, visitó Taiwan en busca de reconocimiento legal para las actividades de los testigos de Jehová. Se alojó en nuestro hogar y nos animó mucho. Para aquel tiempo nuestra hija tenía 18 meses. Él la tomó en sus brazos y le preguntó: “¿Cómo se llama Dios?”. Sorprendida, le pregunté: “¿Quiere decir usted que a tan tierna edad tenemos que empezar a enseñarle?”. “Sí”, contestó firmemente. Entonces me habló acerca de la importancia de educar a las criaturas desde muy tierna edad. Sus palabras: “Ella es un regalo de Jehová para consuelo de ustedes”, se me grabaron en la mente.
Inmediatamente empecé a educar a mi hija, Akemi, para que conociera y amara a Jehová y fuera sierva de él. Le enseñé símbolos fonéticos, empezando con las tres letras e, ho y ba, que componen la palabra “Ehoba”, o Jehová, en japonés. Cuando estaba por cumplir dos años podía entender lo que le decía. Por eso, cada noche, antes de que se acostara, le contaba historias bíblicas. Ella escuchaba con interés y las recordaba.
Cuando la niñita tenía tres años y medio, el hermano Barry nos visitó de nuevo y dio a Akemi una Biblia escrita en el japonés común. Ella empezó a andar por la habitación con la Biblia, diciendo: “¡La Biblia de Akemi! ¡La Biblia de Akemi!”. Pero pocos minutos después oí que exclamó: “¡La Biblia de Akemi no tiene a Jehová! ¡No la quiero!”. La arrojó al suelo. Sorprendida, investigué el contenido. Primero abrí la Biblia al capítulo 42 de Isaías y el versículo 8 Isa 42:8. Hallé que el nombre de Jehová había sido reemplazado por la palabra “Señor”. Busqué otros textos, pero no hallé el nombre divino, Jehová. Akemi se tranquilizó cuando de nuevo le mostré el nombre de Jehová en la Biblia vieja que yo tenía, que estaba en japonés antiguo.
Regresamos a Japón
Regresamos a Japón en 1958 y nos asociamos con la Congregación de Sannomiya, en Kobe. Por las muchas razones que tenía para estar agradecida a Jehová, quise expresar mi gratitud haciéndome precursora... entrar en el ministerio de tiempo completo como testigo de Jehová. Me apliqué con diligencia al servicio como precursora. Como resultado conduje muchos estudios bíblicos en los hogares de la gente y tuve el gozo de ayudar de 70 a 80 personas a aceptar la verdad. Por algún tiempo hasta tuve el privilegio de ser precursora especial y dedicar más de 150 horas cada mes al servicio del campo, a la vez que atendía a mi esposo y mi hija.
Puesto que habíamos vivido en Taiwan por más de 30 años, vivir en Japón fue para nosotros un choque cultural, y tuve varias experiencias difíciles. En aquellos tiempos Akemi llegó a ser mi consuelo y apoyo, tal como me había dicho años atrás el hermano Barry. Cuando ella me veía deprimida, decía: “Ten ánimo, mamá. Jehová nos abrirá el camino”. “Sí, así es, ¿verdad?”, respondía yo, y la abrazaba. ¡Qué fuente de estímulo! ¡Tenía que dar gracias a Jehová!
Ofrezco mi hija a Jehová
Akemi llegó a ser publicadora cuando tenía 7 años de edad, y se bautizó a los 12, en el verano de 1963. Yo trataba de dedicarle el mayor tiempo posible. (Deuteronomio 6:6, 7.) Pasó por experiencias difíciles durante su adolescencia, pero gracias al excelente ejemplo y el estímulo de precursores especiales que fueron asignados a nuestra congregación, con el tiempo Akemi se puso como meta ser precursora en nuevos territorios.
En la asamblea de distrito de 1968 Akemi desempeñó el papel de la hija de Jefté en el drama bíblico. Mientras yo observaba el drama, decidí, como Jefté lo había hecho, ofrecer a Jehová para el ministerio de tiempo completo a mi única hija, tan querida para mí. ¿Cómo sería la vida sin tener cerca a mi hija? Era un desafío, pues yo tenía ya más de 60 años.
En 1970 llegó el tiempo en que nuestra hija nos dejaría. Obtuvo permiso de mi esposo y se fue a Kyoto para servir allí como precursora. Sabiendo cómo nos sentíamos, parecía angustiada al irse. Cité Salmo 126:5, 6 como pensamiento bíblico de despedida a ella: “Los que siembran con lágrimas segarán aun con clamor gozoso. El que sin falta sale, aun llorando, llevando consigo una bolsa llena de semilla, sin falta entrará con un clamor gozoso, trayendo consigo sus gavillas”. Aquellas palabras también me animaron a mí.
Después Akemi se casó y siguió como precursora especial con su esposo. Desde 1977, cuando su esposo fue nombrado superintendente de circuito, ellos han servido como ministros viajantes. Con regularidad extiendo un mapa ante mí y “viajo” sobre el mapa con mi hija. Es mi deleite enterarme de sus experiencias y llegar a conocer a muchas hermanas mediante ella.
Ya tengo 86 años. Los días que han pasado parecen solo como una vigilia durante la noche. No puedo trabajar tanto como antes, pero todavía me deleito con el servicio del campo. Cuando medito en los 60 años que han pasado desde que aprendí la verdad, brilla en mi corazón la promesa alentadora de Dios. Sí, Jehová, quien obra con lealtad para con los leales, nos deja segar gozo abundante. (Salmo 18:25.)
[Fotografía de Miyo Idei en la página 10]